Pasan los días de una manera rápida, casi urgente, con largos puentes de fin de semana e intercambio de quincena vacacional. Ya nos vamos acostumbrando a los nuevos jugadores y sabemos cómo situarlos cada uno de nosotros en nuestra alineación favorita. Casi no nos ha dado tiempo de celebrar la primera victoria de la temporada y tenemos al Real Valladolid acercándose a la fortaleza de la Romareda, con sonidos de diferente longitud de onda sobre el cierre del mercado de verano. Mouriño se deja querer en la Romareda, conocedor de sus compañeros de plantilla, y Cordero vuelve a darse otra vuelta al ruedo, como dirían los taurinos. De la seguridad absoluta del triunfo ante los pucelanos comienzan los primeros signos de excitación en algunos seguidores blanquillos; no por falta de confianza en el equipo sino por la maldición de los últimos diez años y esa sombra de fatalismo que se acomoda en el coliseo zaragozano como la niebla.
Resulta muy estimulante que las diferentes situaciones preocupantes hace solamente unas semanas se hayan resuelto, como la salida y la entrada de futbolistas, la incorporación económica de los inversores a la quita de la deuda y la próxima construcción de la nueva Romareda. Pero también hace que el corazón palpite con arritmia si alguna pesadilla incomoda el sueño de la afición blanquilla, y es lógico, porque la empresa sigue siendo muy intensa y larga después de solamente una jornada disputada. Pero, ¿qué sería si no nos temblaran las piernas antes de salir a escena? Es maravilloso que la excitación y el miedo escénico nos dominen segundos antes de que se levante el telón porque finalmente los superamos. Y los necesitamos. Es la reacción animal ante el peligro aunque estemos convencidos en nuestro cerebro más primario de escapar del depredador o conseguir la presa.