El estado de ánimo, las sensaciones más espontáneas, la ira o el amor más desatado, se agolpan en nuestro cerebro llenándonos de emociones contrapuestas. Percepciones que después de unos segundos, minutos u horas, se relajan porque nuestra razón supera los sentimientos más primarios. Hay personas que no son así y lo están demostrando sobre todo en la política, porque pierden el sentido jaleando a unos líderes impropios de un país, rodeados de gente que espera la caída de esa estatua humana y mientras tanto se llenan los bolsillos. Volviendo a lo nuestro, al fútbol, que se ha incrustado en nuestras vidas como una realidad paralela, el grito de pasión que siguió al remate de Iván Azón en el Molinón significó una explosión de entusiasmo. Se había vuelto a ganar, pensamos todos. Pero poco tiempo después, cansados de una ampliación del tiempo reglamentado insoportable, llegó el miedo viendo cómo Poussin adelantaba con su mano derecha el balón para ceder en corto a uno de sus compañeros y surgió primero, el silencio; después, el desgarrado grito de terror cuando Pablo Insua le quitó la posesión del esférico. Esa expresión en las gradas rebotó con estruendo en todo Gijón.
Ahora estamos pendientes del encuentro ante el Éibar y nuestro pensamiento es conseguir la victoria en la Romareda por el mejor aspecto que ofreció el equipo de Fran Escribá con los cambios de jugadores y del sistema, que ayudó a tener una personalidad propia pese al empate. Por eso queda más en el fondo el error de Poussin y las durísimas críticas expresadas han cambiado, en general, hacia un clima de comprensión y de apoyo a la persona. De los fallos, y cuanto más graves sean, deben obtenerse experiencia y superación. Estoy convencido que Cristian Álvarez habrá sido un refugio y además un impulsor del ánimo del portero francés porque el capitán es un ser especial. Pero, a partir de ahora, Poussin debe asumir que defender la meta del Real Zaragoza es un reto formidable.