El conjunto aragonés, ralentizado aún en los fichajes de una supuesta y masiva reestructuración, afronta por quinta temporada consecutiva la necesidad de acertar con el goleador referencial
El fútbol ha evolucionado hacia una modernidad en la que suma todo tipo de controles que favorezcan el rendimiento colectivo sobre el individual. Sobrevive el talento, pero cada vez más al servicio de la comunidad y de estrategias conservadoras, que exigen la misma intensidad defensiva a todos los jugadores al margen de la posición que ocupen en el campo. Sin embargo, hay una figura que, por lo general, marca la diferencia de los proyectos por su capacidad resolutiva y por todo lo que genera en su campo de acción. Prevalece el espíritu robótico y las estrategias digitalizadas para que ocurra lo menos posible en un partido, pero, aun así, el delantero centro en sus diferentes versiones conserva una influencia vital y atemporal. Los porteros juegan tanto con las manos como con los pies –a veces si medir el riesgo– en la búsqueda de superioridad en la salida del balón; a los centrales se les pide que rompan líneas con pases interiores o diagonales; los laterales, actuando por dentro para crear superioridad y sorpresa en la medular o por fuera como transportistas de largo recorrido, han adquirido un protagonismo superlativo, en parte por la obstrucción táctica que estrangula los espacios y la carencia de extremos; los centrocampistas han ido aplicándose posicionalmente, dispuestos a reventar su cuentakilómetros en detrimento de una mayor proximidad al área y de su pujanza asistencial… Queda así, en o pocas ocasiones aislado, el goleador, que se ha ido adaptando al pluriempleo de cabeza de la presión y cazador en sus horas libres. La mayoría de los encuentros son un calco, esclavizados por el pase de seguridad, la ausencia de desborde y atrevimiento y un sopor indigesto que se justifica en caso de victoria.
Esta es la historia del Real Zaragoza en sus últimos cuatro temporadas, agravada porque casi nunca ha alcanzado mecanismos ni sustancia humana que le otorguen solidez como bloque. El desacierto en los fichajes, la baja producción de futbolistas destinados a dar un plus, la mala o irregular gestión en los mercados de verano e invierno, la timorata apuesta financiera de las propiedades y el fracaso constante y continuado en la elección del delantero con mayúsculas han tenido al equipo aragonés al borde del abismo. Con Víctor Fernández se quiere algo diferente, un regreso a la creatividad, al dominio real y vertical de los partidos, al atrevimiento. A aquel fútbol que hizo grande al Real Zaragoza bajo la supervisión del técnico en un ecosistema que hoy prácticamente ha desaparecido y que para recuperar un mínimo de su esencia necesitaría algo de los maravillosos seres que lo habitaban, un objetivo imposible en Segunda y con una economía que contemplará un gasto moderado y pendiente de la descarga de fichas de alto voltaje de futbolistas con los que no se cuenta. Se pretende una aproximación a los gustos del entrenador dentro de un marco competitivo muy superior del que todavía no hay noticias a un mes de que comience el campeonato. Falta al menos un portero, dos laterales derechos, otro zurdo, dos centrales –porque Francés hace ya las maletas hacia Primera–, otro lateral izquierdo además de Tasende, un par de centrocampistas de gran presencia física, algún mediapunta despierto, algún extremo con descaro y eficacia y, cómo no, el 9. De todas las necesidades, imprescindibles para pensar en un asalto al ascenso, la del delantero singular es prioritaria: como siempre, como desde hace dos siglos.
Lo del media punta despierto me ha gustado. El mejor lo vamos a traspasar al Sporting, así somos, y me cuesta trabajo pensar que VF no cuente con él, el jugador de más calidad del conjunto.