Hoy se cumplen diez años del fallecimiento del que fuera singular y admirado entrenador del Basket Zaragoza. «Sería muy duro pensar que vives sin que nadie te quiera», dijo en una ocasión en una entrevista. Pepelu ha conseguido que quienes le despidieron en aquel desgarrador octubre de 2014 le sigan queriendo más allá de la última frontera de la vida, en el tiempo congelado donde nunca se pone el sol. (Recupero el texto que publiqué entonces en el Periódico de Aragón como nuevo y modesto homenaje a su figura, a él).
José Luis Abós ha dejado el pabellón muy alto como ser humano y como entrenador. Hoy las esquelas destacan su nombre y las lágrimas rojas de la Marea y de la familia caísta humedecen las calles de su ciudad cual manto inconsolable. También se apodera el coraje de quien, sin estar tan próximo a su biografía, siente la aflicción de su marcha prematura. El dolor es un propiedad personal a quien cada uno pone fecha de caducidad cuando lo considera oportuno o el tiempo se lo permite. El luto es otra cosa y, desde luego, por Pepelu el crespón negro no debería conservarse más allá del protocolo necesario.
Abós cumplió su sueño. Muy pocos pueden decir que han alcanzado ese techo de la vida. La crueldad de la enfermedad y su grosera descortesía no logran desfigurar la estampa de un triunfador consigo mismo. La tristeza debe quedar así alambrada en el lugar que le corresponde, sin que, en ningún momento, desplace de este valle la belleza de los paisajes íntimos. Apasionado de su profesión, alegre e inteligente, el técnico aceptó el reto de la aventura del primer al último cuarto de su rica existencia. Y ganó. Puede que hablemos de la plenitud aunque ahora la mano de la partida la tenga el sufrimiento
Hay gente mucho más cualificada y documentada para hablar y glosar sus valores. De ellos sobresalía uno en su patrimonio gestual que amansaba la resistencia de los corazones con quienes entablaba amistad o una mínima aproximación. Su sonrisa de medio lado, sincera y cómplice, era la de un seductor convencido de la conquista, bautizado por la felicidad. Esa sonrisa de ala ancha, forjada en gran parte sobre el yunque del penitente, contagiaba bienestar, sabiduría y humanidad.
Algunas derrotas como esta hay que observarlas con perspectiva para descubrir hasta qué punto la muerte ha triunfado. Por su puesto ha hecho su trabajo cotidiano, la de recoger almas a granel sin detenerse a comprobar el tamaño de la huella de sus víctimas. José Luis Abós buscó la máxima amplitud de su latido y transmitió esa onda entusiasta con explosiva sencillez, con mesura. Sonreír como lo hacía no es sencillo. Pero deberíamos intentarlo para hollar la montaña sobre la que ahora nos contempla radiante, ajeno al valle de la sombra.
Abós, un grande. Gracias