Cuando me he enterado de la muerte de Juan Manuel Villa he sentido un dolor fugaz en mi pecho. Se nos van marchando personas queridas, admiradas o que han formado parte de espacios vitales que ya son históricos para una generación o, simplemente, leyenda para muchos. Siempre he comentado que tuve la gran fortuna de ir cada quince días al hotel de concentración del Real Zaragoza mediados los años sesenta porque los domingos por la mañana mi padre entrevistaba a un par de futbolistas y al entrenador para tomarse un aperitivo con alguno de ellos antes de que volviéramos a la radio. Mientras tanto yo guardaba el magnetofón de cinta abierta de don Francisco que tenía que enchufarse a la luz con un largo cable y me gustaba imitarle con alguno de los miembros de la plantilla. Nunca lo hice con Villa porque me parecía una persona muy seria y que no entraba en la candidatura de «entrevistable». Me imponían su educación y elegancia, además de un cabello que surgía de su cabeza como un volcán, bien peinado y que formaba parte de su personalidad.
Fui muy joven a la Romareda viendo sombreros y gabardinas, con el humo de los puros dibujando el cielo por encima de las gradas. Y abajo, con la elegancia de un artista, el surcar la zona izquierda mirando a Carlos Lapetra con el rabillo del ojo y suponiendo, con acierto, que Marcelino estaba delante. Nadie sabía qué iba a hacer con sus pies dándole sombra al balón de cuero hasta que resolvía el misterio o, de repente, aparecía dentro del área para golpear el esférico que aparecía entre la desesperación de la defensa contraria hasta que se alojaba junto a la red. Era como un retablo gótico, lleno de figuras, pinturas y detalles que a veces pasaban inadvertidos para los espectadores dentro de esa gran catedral que tomaba vida junto a sus compañeros, los «cinco magníficos» y el resto de futbolistas blanquillos de la época. Parecía que jugaba a cámara lenta por su creatividad aunque no solían atraparle los jugadores contrarios porque siempre desplazaba el esférico antes del contacto.
No le conocí en su época de teniente de alcalde porque yo empezaba a navegar por las aguas del deporte regional, juvenil y del teatro radiofónico pero no era habitual que un exfutbolista formase parte de un equipo de gobierno municipal, tuviera estudios superiores y crease otra nueva vida con sus negocios. Era discreto, se expresaba con un tono de voz suave y siempre vestía con distinción. Hace ya muchos años, todavía en el siglo pasado, tuve la fortuna de que me concediese una entrevista y lamento haber perdido la cinta de cassette con su voz. Me preguntó, «¿Eres el crío que venía con Paco Ortiz al Ruiseñores? Te has hecho mayor y me alegro de conversar contigo». No sé si eso me hizo sufrir más ansiedad pero me pareció que estaba jugando al fútbol con él, una historia que cerró con candado para dedicarse a su nueva biografía que ha terminado con la discreción que siempre llevó en el pecho junto al escudo del Real Zaragoza.