Francho Zátopek, la locomotora humana

El centrocampista manifestó en Ipurua su condición de futbolista cuyo principal brillo consiste en luchar desde su alma de fondista irreductible contra la oscuridad de la época que le ha tocado vivir

A qué demonios iba Francho a aquel balón lanzado al espacio con intención de alejarlo lo máximo posible del área bombardeada de Andrada. Ningún otro hubiese peleado por esa pelota a ninguna parte que exigía un esfuerzo descomunal para, seguramente, desperdiciar energías necesarias para seguir defendiendo el empate. Casi nadie acompañó al loco de las medias derrumbadas. Era su problema. Que se las apañe. Centró y no había nadie, pero le vino un segundo rechace y se sumaron a la lunática aventura Bakis, Moya y en menor medida Aguirregabiria. Aquello carecía de sentido con el heroico empate casi en el bolsillo. Pero lo tuvo en un mal despeje de Nolaskoain que Moya estampó en la cadera de Bakis en una carambola también chiflada que acabó en el gol de la victoria. Entonces sí, entonces se produjo una estampida y sus compañeros esprintaron hacia Francho y su bigote de deportista de los ochenteros países del Este. Diga lo que digan Toni o el acta, ese gol lo inventó el capitán desde la fe en su físico, una condición atlética que está a años luz del resto de la plantilla.

En el zaragozano convive sin duda el espíritu de Emil Zátopek, leyenda checa del fondo. No hay en él un brillo especial en su repertorio técnico, pero el reto de las distancias acelera su adrenalina, enciende sus pulmones y pone en funcionamientos sus piernas infinitas. La locomotora humana explicó a Francho hace décadas en tres frases memorables. «El dolor es algo misericordioso. «Si dura sin interrupción, se opaca». «La fuerza de la voluntad aumenta con cada tarea cumplida». Así, durante más de un lustro sombrío, ha madurado este chico de la cantera que seguramente nunca protagonizará una acción de estética memorable, ni entrará en el museo de los mitos zaragocistas. Ha nacido para evitar que el Real Zaragoza no baje, para tenderle su mano y su corazón, y tiene clara su misión de soldado servicial, disciplinado, dispuesto a llevar la bayoneta, tocar el tambor o ayudar a sacar un tanque del barro entre el silbido de las balas enemigas y del fuego amigo de las directivas que le ha tocado sufrir. De lateral, de mediocentro, de interior, de soñador y conquistador de lo imposible en su rutinaria pero imprescindible función de escolta.

Francho desquicia no pocas veces porque con la pelota en los pies no es un prodigio. Su pulso se encabrita cuanto más cerca está del último pase, de la portería rival. Su mundo se concentra en el sacrificio aunque de vez en cuando, de tanto percutir, se marca una asistencia o un gol que ponen la piel de gallina. En Éibar se produjo ese maravilloso y poco común fenómeno de que con diez se juega mejor, si bien la decisión de Francho de acudir al fin del mundo, a un lugar inhóspito donde no había nada que ganar, hizo que el Real Zaragoza tuviera en ese fotograma doce jugadores. Se dijo el mediocampista que sí, puso la turbina a toda máquina y se fue a la aventura, a su aventura. Sin sentimentalismo, consciente de que en ese rincón del partido todavía podía suceder algo una cosa. Así sembró el triunfo cuando el punto parecía un tesoro de incalculable valor. Corre, Francho, corre, se dijo a sí mismo desembarazándose por fuerza de un rival, convencido en su altruismo esta locomotora humana movida por la ambición, por la intuición, por alcanzar la meta donde no hay podio, ni medallas. Donde el premio consiste en seguir vivo.

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