Sergio y Elena traspasaron las puertas de La Romareda, como lo hacían siempre, con mariposas en el estómago, aquel 9 de junio especialmente alborotadas. Un partido del Real Zaragoza es una cita con el corazón y sus inescrutables caminos emocionales, donde van de la mano la ilusión, la esperanza, la incertidumbre, esa sensación de que algo grande va ocurrir. El equipo que entrenaba Natxo González había empatado en Soria y jugaba en casa contra el Numancia, a un paso del penúltimo escalón hacia el ascenso a Primera división. Pero dentro del Municipal empezaba otro encuentro en las gradas. Mientras sobre la hierba el equipo emprendía una gran aventura, mientras la afición ponía los cinco sentidos y el alma al servicio de la victoria en aquel volcán en plena erupción, Sergio se distrajo por un momento con una chica que estaba a su lado. No desatendió al Real Zaragoza ni redujo la intensidad de su apoyo, pero cada vez que la miraba se dejaba llevar por otro aleteo en su interior, un vacío eléctrico que se colmaba de curiosidad y atracción. De repente las agujas del reloj de las prioridades marcaron otra hora. Rugía el estadio y, sin embargo, se hizo un breve silencio, preludio de la primera palabra dedicada a otro juego. Sergio le dijo algo a Elena, y ella, que ya había percibido mucho antes su sonrisa cómplice, el inconfundible lenguaje de sus gestos por aproximarse, le respondió con simpatía, abriendo la puerta a una conversación que iba acortando las distancias, que cruzaba el hemisferio de lo casual hacia el de lo excepcional, ese continente en el que dos personas se descubren únicas, con todo por explorar. Al Real Zaragoza lo fulminó un gol de Diamanka que sembró de frustración a los aficionados, a una ciudad que había visto y tocado la luz del ascenso después de años de sombras. Elena y Sergio no fueron ajenos a esa derrota, a la tristeza del zaragocismo cayendo como fina lluvia de lágrimas por otra decepción. Pero entre ellos las mariposas batían sus alas con más energía y colores que nunca. Ya no dejaron de comunicarse hasta que en septiembre dedicieron saltar la frontera de los prolegómenos y del coqueteo para declarar su amor. Y ahora que palpitan al mismo ritmo, el Real Zaragoza conserva su espacio principal, la razón del antes, del ahora y del después. De un futuro que contempla La Romareda como el templo que antes admiraban y hoy reconocen como vínculo asociado a sus vidas de por vida.