Juan Ignacio Martínez, animado por la desidia y la caída de prestaciones de Eguaras en los últimos tiempos y por sus preferencias futbolísticas, metió con calzado en el equipo a Radosav Petrovic, recién salido de la celda del covid y sin ritmo ni para los entrenamientos. En Alcorcón lo emparejó a Eguaras y a Zapater en un centro del campo de puro hormigón, y tuvo que dejar en el vestuario al serbio antes de que le diera un síncope al jugador y al equipo. JIM siguió haciendo todo lo posible para que el mediocentro se ganar los galones, pero el veterano de guerra estaba para pocas batallas.
A partir de Montilivi, del empate en Gerona, Petrovic fue el elegido con o sin razón en la mayorìa de las jornadas, con Eguaras relegado a un segundo plano que ni supo digerir ni aceptó. En parte porque su compañero apenas explicaba en el campo porqué era el favorito del técnico. Las cuestiones era básicamente de índole táctico: más rigor, más altura y, sobre todo, mayor disposición defensiva, supuestas virtudes que no escondía una desesperante lentitud y un rosario de escandalosas faltas para remediar sus pérdidas o repliegues tardíos. Mientas tanto fue rellenado de combustible el tanque que había traído vacío de Almería.
Frente al Valladolid, en un escenario de extrema dificultad y con sólo Francho para ayudarle en la medular, Petrovic no sólo ofreció su mejor versión, sino una magnífica interpretación del puesto que ocupa y que por fin justificó como propietario. Recuperador, gobernante de la pelota, sacrificado y oportuno tercer central. Desplegó una maravilloso recital de personalidad, de liderazgo sin ruido ni brillos pero con la púrpura por la que suspiran los entrenadores conservadores. Grande como nunca, resistió los 90 minutos sin que nadie escribiera un poema trágico por Eguaras.