Hay funerales y funerales. En todas sus versiones, el dolor ocupa un lugar de privilegio, escoltado por la tristeza y la melancolía. En el de José Ángel Zalba no fue una excepción. Sin embargo, en esa atmósfera de lágrimas mudas y recuerdos estrechándose las manos y abrazándose en el antepalco de La Romareda para despedir al mejor presidente en la historia del Real Zaragoza, ni el ataúd ni las coronas de flores captaban la atención del ritual. Lo hacía una fotografía dominante, y en ella una sonrisa amplia, seductora, viva aún pese a la escenografía y los lamentos. A Zalba le gustaba acudir a cada obra que le tuvo de protagonista -que fueron muchas y no todas estrenadas– con sus mejores galas, coronadas por una simpatía en ocasiones estudiada, por lo general natural e irresistible armamento frente al que se rendían amigos y enemigos.
Abría la boca y allí se arrodillaba el imperio romano y sus emperatrices: ilustres directivos de otros clubes y organizaciones, jugadores, árbitros, periodistas y sobre todo una afición de la que apenas recibió un reproche, algo inaudito para un cargo como el suyo y en una época donde en los palcos había instalada una guillotina popular. Ese cartel con su nombre y el escudo del club, más que encabezar a un difunto parecía anunciar la próxima gira de un famoso cantante melódico o el inminente estreno de una fascinante película de espías. De alguien, como debe ser en todo buen agente secreto de sí mismo, que se lleva en la maleta más de lo que jamás se sabrá o se contará.
Admirado, respetado y querido gestor con excelentes registros de interpretación en el papel de noble caballero o pícaro lazarillo, el Zalba más ingenioso reinó también en su velatorio muy cerca de la familia que adoraba y del desconsuelo de quienes acudieron a rendirle sus respetos. Cómo iba a haber el mínimo gesto de amargura en quien tejió la felicidad con el hilo los Zaraguayos. Sonriente en la fotografía que mejor podría definirle, parecía estar diciendo burlón y gallardo: «Soy Zalba, José Ángel Zalba».