Asistir a las imágenes y al sonido estos últimos días en el Congreso de los Diputados, ver a Putin y a Xi Jinping juntos, al gordito de Corea del Norte lanzando misiles al océano, a Trump con el lío de la actriz porno y la revolución francesa contra el retraso de las jubilaciones, hace que nuestro día a día derivado del ocio sea cada vez menos trascendente. Salir a correr, aprender a bailar tangos, meterte a cocinicas, comer insectos, enseñarle inglés al perrito o seguir al Real Zaragoza no tiene que lastimarnos el corazón si nuestra ocupación placentera nos falla. Más aún cuando se adelanta que puede pasar de todo con el caso Enríquez Negreira porque la FIFA tiene ganas de meterse en el barro. Menos mal que ya pasó la semana del partido de rivalidad regional que se nos intentó introducir por todos nuestros agujeros naturales de una manera artificial. El encuentro fue un bodrio, los dos equipos asumieron el empate como mal menor y el árbitro volvió a ser un protagonista innecesario. Hubo, como siempre, gente de un lado y del otro que se excedió a la hora de expresarse en el campo y en las redes sociales, algo que define por sí mismas a las personas amparadas en los grupos humanos y tras los avatares. Una cosa es animar y hasta sentir irracionalmente los colores de tu club y, otra muy distinta, perder tu dignidad ante el mundo que te rodea y seguir siendo un desconocido. Y mientras tanto, el asunto de la Romareda, que es maltratado por las partes en conflicto sin buscar más que réditos en unas elecciones que provocan cansancio en el ciudadano. Y la construcción del equipo, el proyecto de recuperar la Primera División y un alejamiento de la afición que convierte el espectáculo en un «a callar y a pagar» por parte de quien dirija el Real Zaragoza. Un recuerdo muy valioso, ya historia, que se coloca en cualquier parte de la casa y parece que sobra hasta que alguien lo envuelve y lo guarda en un cajón.