Recuerdo que mi tío Alfonso, sacerdote que al final de su vida se dedicó a las misiones en Iberoamérica, nos llevaba a mi hermano Pedro Pablo y a mí al circo. Sería en la década de los sesenta del siglo pasado y las costumbres eran diferentes porque teníamos la oportunidad de ver leones, elefantes y monos en esa circunferencia sobre la que se levantaba una carpa que siempre pensé que se nos caería encima. Era el momento también de verle las piernas a las trapecistas, algo que me causaba una impresión de satisfacción y alegría. No me gustaban los payasos porque no me hacían ninguna gracia y recuerdo como si fuera hoy el olor fuerte que impregnaba el recinto antes incluso de pasar adentro. Jamás volveré a un circo con jaulas para fieras, personas con diferentes discapacidades que te dejaban muy afectado y el marco de una sociedad en plena dictadura aunque los niños no lo supiéramos entonces.
Tampoco podré regresar al fútbol de antes donde teníamos la compañía de la radio, el marcador simultáneo Dardo o la «hoja deportiva» recién impresa a ciclostil. Ni hablar con gente como Marcelino, Canario o Lapetra en las concentraciones del Real Zaragoza el mismo domingo por la mañana viendo cómo la plantilla se tomaba un aperitivo antes de comer, con acompañamiento de consistentes rondas de vermú, vino y cerveza.
No lo echo de menos porque era un mundo sin pies ni cabeza y con graves posicionamientos que ahora serían insostenibles y estarían, con razón, prohibidos. Pero tampoco quiero involucrarme en esta sociedad donde la mentira, la corrupción, el postureo y el blanqueo de los antiguos delitos de siempre nos está ahogando. Mañana, fútbol. Con un Real Zaragoza sin fe que busca no perder para llegar a superar los puestos de la vergüenza mientras algunos de los que están alrededor aguardan como hienas el momento de tragar la carne muerta.