Cómo se destruye un club como el Real Zaragoza

La afición resiste con la proximidad que concede el sentimiento y la lejanía de una pandemia que le impide acudir a La Romareda y estar cerca físicamente de su equipo. Mientras observa el declive entre la ira y la resignación, percibe que el club le pertenece cada vez menos y esa sensación tiene, desgraciadamente, argumentos muy sólidos que alcanzan el cénit con la posibilidad, más real que nunca esta temporada, de un descenso a la B. El principio de esta decadencia coincide para algunos biógrafos del club justo el 11 de mayo de 1995, el día después de conquistar la Recopa en París. No se aprovechó, es cierto, el impulso de ese momento para modernizar una institución obsoleta en su infraestructura, satisfecha con la gloria deportiva y enquistada en una fórmula administrativa casera, muy provinciana. Dos años después del Parque de los Príncipes se confirmó el triunfo del involucionismo: el descenso a Segunda llamó con fuerza a la puerta. Destituido Víctor Fernández, pasaron por el banquillo Manolo Nieves de forma interina, Víctor Espárrago y finalmente Luis Costa, un técnico de la casa infravalorado pese a su impagable aportación con títulos y puntual fidelidad que dio con la clave para lograr la permanencia. Una lucha por el título de Liga hasta la última jornada con Chechu Rojo al frente coincidió con la despedida de los noventa en el calendario y, pese al maravilloso paréntesis de la Copas ganadas al Celta en Sevilla con Luis Costa y sobre todo al Madrid en Montjuïc y la Supercopa frente al Valencia con Víctor Muñoz al frente, el Real Zaragoza del siglo XXI terminó raptado por personajes de todo tipo de pelaje. Sobresalen el desinterés de Alfonso Soláns júnior en un equipo que heredó a mala gana de su padre, el expolio de Agapito Iglesias bajo el abrigo del socialismo aragonés y la Fundación 2032, punta del iceberg de la oligarquía zaragozana con la nueva Romareda incrustada en su iris empresarial. Ese triunvirato, con sus particularidades y, sin duda, distancias morales y financieras, ha fomentado la inestabilidad, el desprestigio, las visitas a los tribunales y un agujero económico que tan solo la Fundación intenta tapar dejando al descubierto su incultura deportiva y los desencuentros característicos del reino de taifas en que se ha convertido la institución.

 

En estas dos últimas décadas, el Real Zaragoza ha vivido diez temporadas en Segunda, tres descensos y cuatro amagos de descolgarse de Primera que evitaron Luis Costa, José Aurelio Gay, Javier Aguirre y Manolo Jiménez antes de precipitarse definitivamente al infierno del que se ha hecho abonado. Ahora le toca conseguir a Juan Ignacio Martínez lo que antes hicieron Víctor Muñoz, César Láinez y Víctor Fernández, aunque el alicantino se halla en una tesitura mucho más enrevesada: con lo que tiene, que es casi nada, y los refuerzos que le pueda traer Torrecilla, incógnitas por desvelar, deberá sumar la media de puntos que se exige para una clasificación de playoff. Una barbaridad la misión que le espera al entrenador. Así se ha llegado a este punto, nada casual, de descomposición. La trayectoria está jalonada por escándalos de todos los colores y de profesionales grises que se han ido relevando en los despachos a merced de los diferentes propietarios y una cuota innegociable de servilismo. Los que pusieron una nota de talento, fueron despedidos, caso del director deportivo Martín González, a quien el exconsejero Carlos Iribarren, como antes hizo con Víctor Muñoz, guillotinó en un ataque de furia absolutista. Este directivo-tsunami también arrasó con otros trabajadores del club.

 

Agapito tras comprar el club a Alfonso Soláns.

 

Agapito Iglesias aparece en el trono del mal de esta atroz historia que, sin embargo, consta de capítulos por separado. Bajo su gobierno, que ya adquirió con una suculenta deuda, hubo de todo: el caso Matuzalem; las sospechas de compra de partidos, la intermediación en la compra-venta de futbolistas y no solo como testigo; sus reuniones infinitas y ficticias en muchos casos con fondos de inversión de perfiles fantasma. Exprimió hasta la última gota de un equipo sin sangre al que mantenía con aliento por obra y gracia de un especulación inmobiliaria jaleda por el socialismo de la época. En ese baile de máscaras y aberraciones, Eduardo Bandrés, prestigioso doctor de Ciencias Económicas y Empresariales, diputado por el PSOE en las Cortes de Aragón y con enemigos dentro del propio partido se sentó en el sillón de la presidencia con un sueldo que ni hubiera soñado como docente ni como político. Cada día, con manifestaciones masivas antes de los partidos contra la gestión del empresario soriano, fueron sucediéndose rumores y apariciones de grupos interesados, cada uno en su formato, por hacerse con las acciones de Agapito. El abogado zaragozano José Antonio Visús encabezó una campaña de crowdfunding que no cuajó pese a la nobleza de la propuesta, devolver el Zaragoza al pueblo. Se cruzaron intereses holandeses, alemanes, mexicanos, árabes. Hasta la irrupción exótica de Kadir Sheikh y su séquito de compradores invisible, farsa en la que con toda la buena voluntad del mundo creyeron zaragocistas de cuna, entre ellos Nayim. Cuando el rizo no daba para más en una situación trufada de bochornos, se sumó un grupo empresarios aragoneses que lideraba Mariano Casasnovas y al que pertenecía Javier Lasheras para hacerse con un paquete accionarial que el propio Agapito recuperó a través de una cláusula para donar el 72% a la Fundación 2032 y el 18% a los abonados.

 

En la última Junta General de Accionistas, la propiedad dijo que se prepara para un escenario en Segunda B y que seguirá al frente si se diera el caso. Y el cobro de un seguro por no ascender. En siete ejercicios, la gestión se ha enraizado en avales y acuerdos con Hacienda para posponer o prorratear la deuda, política financiera conservadora que ha ido erosionando el patrimonio deportivo del club con la venta de sus futbolistas más destacados hasta dejarlo en los huesos competitivos. Se ha caído por completo el velo de las campañas orquestadas desde la ciencia ficción hacia una ascenso por obligación histórica pese a los límites salariales, cuyo doble fondo siempre ha sido la explotación de La Romareda. Y de las hipotéticas revoluciones internas que florecen en época de crisis, el cabecilla ha sido Luis Carlos Cuartero, ligado hasta la médula con la mayoría del Consejo y hombre de confianza y confesiones de Agapito Iglesias. Así se destruye un club que, además, posee un aparato bien engrasado para seducir o atemorizar a la prensa, muda en gran parte por todo tipo presiones hacia profesionales críticos con el régimen. El terror en todas sus versiones con una afición, la única verdad, que conserva como un tesoro la llama de la ilusión en esta noche cerrada del siglo XXI que presenta la fe de JIM como última esperanza.

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