Crónica del ascenso: El alma de La Romareda despierta

Crónica de un hipotético ascenso realizad a con Inteligencia Artificial

Esto es sólo un experimento, un pequeño viaje por las nuevas tecnologías, de la IA, en apoyo de la recreación de los sueños, en este caso el ascenso a Primera del Real Zaragoza. Mi opinión es que a este texto tan correcto, tan trufado de sentimentalismo, la falta precisamente el alma que proclama su titular. Queremos conocer vuestra opinión . La nuestra es que, por el momento, el relato de ese ascenso reside en el corazón del ser humano.

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«El sol de mayo se derramaba sobre Zaragoza, tiñendo de oro viejo las torres de El Pilar, pero en La Romareda, la atmósfera era de un gris persistente. Otro año en el infierno de Segunda División, las gradas vacías de esperanza, el eco de glorias pasadas resonando con un dolor agudo. La afición, curtida en mil batallas y decepciones, apenas se atrevía a soñar. Pero esa temporada, algo había cambiado.

No era un fichaje rutilante, ni un cambio de entrenador milagroso. Era una chispa, nacida en los entrenamientos, en la disciplina férrea del nuevo técnico, un maño con el ceño fruncido y los ojos de quien ha visto demasiado. Y esa chispa encontró su combustible en un puñado de jóvenes canteranos y veteranos que habían vuelto a creer.

La liga había sido una montaña rusa. Victorias agónicas en el descuento, empates que sabían a derrota, y la maldita irregularidad que parecía el estigma del club. Pero a falta de tres jornadas, el Real Zaragoza se encontraba en la tercera posición, a un punto del ascenso directo. El rival, el Atlético de Madrid B, un equipo correoso y enrrachado, se plantaba en La Romareda en el penúltimo partido.

La noche previa, el entrenador no durmió. Repasó tácticas, miró videos, pero lo que realmente le preocupaba era el peso de la historia, la presión de una ciudad entera sobre los hombros de sus jugadores. A la mañana siguiente, en la charla técnica, sus palabras no fueron sobre esquemas, sino sobre el alma. «Esta noche,» les dijo, con voz ronca, «no jugamos por nosotros. Jugamos por cada abuelo que os trajo al fútbol, por cada padre que os compró la camiseta, por cada niño que sueña con ser vosotros. Esta noche, jugamos por Zaragoza.»

La Romareda, teñida de blanco y azul, rugía como un león herido. Hacía años que no se veía una comunión así. El ambiente era eléctrico, vibrante, una promesa silenciosa de que esta vez, sí. El partido fue una tortura. El Atlético B, sin complejos, se adelantó en el marcador en el minuto 20, con un gol que congeló el aliento de 30.000 gargantas. Los fantasmas del pasado se cernían sobre el estadio.

Pero el Zaragoza no se descompuso. Un central, de esos que lo dan todo, remató un córner con la furia de mil guerreros, y el balón entró. El empate, en el filo del descanso, devolvió la esperanza. La segunda parte fue un asedio. Balones al palo, paradas milagrosas del portero rival, y un cansancio que empezaba a pesar en las piernas blanquillas. El tiempo se escurría como arena entre los dedos.

Minuto 88. El balón llega a los pies de El Duende, un extremo menudo pero con un regate hipnótico que había llegado al club con la etiqueta de «promesa fallida». Se zafa de dos defensas, encara la línea de fondo y, en lugar de centrar, decide jugársela. Un disparo cruzado, con el último aliento, que roza el poste y se cuela en la red. El gol. El grito de gol. Un estruendo que sacudió los cimientos de La Romareda, una explosión de alegría contenida durante años. La gente se abrazaba, lloraba, se tiraba por las escaleras. El Duende, con la camiseta en la mano, señaló el escudo y besó la hierba.

Los últimos minutos fueron eternos, pero el pitido final fue la sinfonía más hermosa. 2-1. La victoria ponía al Real Zaragoza a un punto del ascenso directo, con la última jornada por delante. Dependía de sí mismo.

La semana siguiente fue una vigilia. La ciudad entera vivía pendiente del partido en casa del colista. El viaje fue una procesión de coches y autobuses, con el sonido de las bufandas al viento y el himno sonando una y otra vez.

El día del partido, la lluvia fina y persistente parecía querer lavar años de frustración. El ambiente en el campo del colista, un estadio modesto, era irreal. Parecía La Romareda en miniatura, abarrotada de zaragocistas. El partido fue un trámite, con el Zaragoza dominando desde el principio. Un gol tempranero de penalti despejó los nervios, y un segundo tanto antes del descanso sentenció el encuentro.

El pitido final fue el estallido. El ascenso. La vuelta a Primera. Los jugadores se fundieron en un abrazo en el centro del campo, algunos con lágrimas en los ojos. El entrenador, con una rara sonrisa, levantó los brazos al cielo. En las gradas, la explosión de júbilo fue atronadora. Las bufandas ondeaban, los cánticos de «¡Zaragoza! ¡Zaragoza!» resonaban, mezclándose con el sonido de los petardos y la pirotecnia.

La ciudad de Zaragoza se tiñó de fiesta. La Plaza del Pilar se convirtió en un mar de blanco y azul, con la afición celebrando hasta el amanecer. El ascenso no era solo un logro deportivo; era el resurgir de un espíritu, la confirmación de que, a pesar de las caídas, el alma del Real Zaragoza seguía viva, latente, esperando el momento de despertar y rugir de nuevo en la élite del fútbol español. La Romareda, esa noche, volvió a ser el templo de los sueños cumplidos».

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