Nuestro país está atravesando unos años muy complejos y busca una salida cada vez más difícil porque el resto del mundo tampoco favorece una sociedad amable de mayor igualdad entre nosotros. Algo que sufre el planeta, que ofrece muestras inequívocas de una enfermedad provocada por el ser humano sin una solución real prevista por el rompecabezas en el que se han convertido los gobiernos y sus líderes. Mientras tanto el fútbol se degrada hasta el límite de ofrecer nuestra peor versión, demostrando que todo vale y el río de millones de euros que discurre entre la Federación Española y la Liga, con ambos presidentes enfrentados, parece una orgía de vanidades. Pero la gente ama este deporte, este espectáculo, este sentimiento, acude cada vez más a los estadios y observa y escucha con peor calidad las transmisiones por la televisión y la radio.
El ejemplo de la afición zaragocista es digno de estudio con una renovación de sus seguidores en cuanto a edad, sexo e ideología, sorprendente. Y entonces es cuando llega la duda al afrontar una temporada donde todo se ha hecho bien: los inversores han incorporado más de veinte millones de euros, ha aumentado el patrocinio de las empresas en el club, la dirección deportiva le ha dado la vuelta a la plantilla y se han ganado tres partidos consecutivos. Al caminar por esta nueva ruta existe cierto miedo de que todo se venga abajo y en algunos sectores de la comunidad blanquilla aparecen los nervios. Surge ese talante pesimista forjado con la vergüenza de esta década en Segunda División, la sombra de la desaparición y el caciquismo local anulando cualquier proyecto, idea o voz que pueda mostrar su pobreza de espíritu. Es comprensible pero no es positivo. Por eso le pido al público que se entregue el domingo en la Romareda a los jugadores, desde antes de pisar el terreno de juego.