El gran peligro de empatar en Las Palmas

¿Se está jugando con inteligencia o con fuego? De los tres últimos empates, dos, Sporting y Espanyol, tienen el valor indudable de haberse programado frente a rivales que un careo posiblemente hubiesen abofeteado al Real Zaragoza. El de Lugo, intercalado entre estos encuentros de máxima complejidad, se fraguó donde nada está al alcance del control humano mientras el gol de Cristian sigue sometido a estudio para calcular su valor. En los últimos partidos, sin triunfo alguno de por medio, el equipo se ha caído y se sujeta a los pactos, a los errores de quienes también compiten por la salvación, a un estilo que interpreta muy bien las terribles carencias del vestuario y explota sus limitadas virtudes pero que en el actual contexto quizás no sea suficiente. También a esperar que del calendario broten adversarios con la temporada resuelta y pocas ganas de competir. Se está dejando la resolución de la permaenencia en manos del miedo, un compañero traidor en este trayecto final del viaje.

La seguridad defensiva es lo primero. Hay que jugar con cabeza. Habrá pocos cambios. Y de postre, iremos a por la victoria porque es una final. En el fondo de todas estas afirmaciones, escuchadas antes y durante esta semana, subyace la fe en la resistencia y sin duda el pánico, ese estadio y estado en el que participan los hijos de la duda. El Real Zaragoza no es un equipo preparado para batallas a campo abierto sino para resguardarse en un rincón, resistir y asestar un golpe de gracia. Juan Ignacio Martínez hizo una lectura correcta de la plantilla que le entregaron y ha explotado con éxito lo menos malo de ella. En no pocos casos los méritos hay que otorgárselos a la espiritualidad del juego, al libre albedrío del fútbol: volvemos al cabezazo de Cristian; al penalti detenido por el argentino en Fuenlabrada; a la intervención del VAR contra el Almería; la barriga de Peybernes contra un Mirandés tirano por su superioridad; la jugada agónica de Zapater en Logroño para asistir a Narváez. Todo vale y no hay someterlo a juicio, pero conviene incluirlo en el currículum para no perder la perspectiva.

Pese al colchón de puntos con el descenso, las portería a cero (que por cierto contrastan cada vez más con la indeleble pobreza ofensiva), los jugadores y su entrenador se han enrocado en un dogma que a estas alturas tiene sus fisuras. Psicológicamente hay un fuerte arraigo con el empate como marcador protector en el ánimo y en la calculadora. Si no puedes ganar, no pierdas. En la visita a Las Palmas, pese a las proclamas sobre la búsqueda de los tres puntos con aliento contenido, se intuye que otro empate no sería mal negocio siempre que la jornada en su totalidad le sea propicia. Ese conformismo consciente o inconsciente lleva en su interior una bomba en el caso de que el jueves, contra el Castellón, se produzca una derrota. También hay que contar con esto y con que el Mallorca y el Leganés, sus últimos contrincantes, aún no hayan cumplido con sus objetivos.

El partido contras los canarios pide una victoria sin miramientos al margen de todos los peros porque sería un seguro de vida. Todos los peligros le acechan en este desplazamiento, y más siendo un conjunto que apenas sabe vencer fuera de casa, pero el mayor consistiría en esperar demasiado, en entregarse por completo a un Las Palmas que no va regalar nada, que se sentirá a sus anchas con todo resuelto y dispuesta a divertirse. Si empata y es feliz, entonces la obligación y toda la ansiedad se trasladará frente a un Castellón que vendrá con el cuchillo entre los dientes. Y claro, que a nadie se le ocurra dar la sorpresa en la quiniela de JIM.

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