Empate en el tercer mundo

No fue capaz de ganar al Logroñés y tampoco al Cartagena. En ambos partidos ante enemigos de la misma talla, es decir pigmea, se vio a un Real Zaragoza a la baja si es que en alguna ocasión había subido algún peldaño más allá de los resultados felices de La Romareda. Se rompió también ese frágil talismán y ahora, con tres puntos que podían haber sido cinco por encima del paraíso zombie de la clasificación, empieza a palidecer su futuro con el calendario asesino que se le viene encima como un alud de puñales. Fuenlabrada, Almería, Girona, Sporting… Mejor detener el recuento. El empate se fraguó en el tercer mundo futbolístico, sin respeto por el balón ni capacidades por ninguna parte. Los murcianos se enrocaron y solo llegaron a Cristian cuando el argentino, que está hecho un flan, se lo permitió con sus errores de cálculo en situaciones sencillas. No querían más y se fueron con lo suyo. No así el equipo de Juan Ignacio Martínez, aunque lo disimuló con arte en una actuación que dejará muchos estómagos encogidos por la indigestión y por el pavor.

Un par de arrancadas de orgullo de Zapater y la lucha inconformista y tenaz de Narváez fue lo único potable en un pantano seco hasta la médula. Todo se desarrolló en la nada, una especie de sinfonía sin notas musicales dentro de un agujero negro. El Real Zaragoza hizo de la pelota un instrumento oidoso y odiado, con decisiones tan elementales que el Cartagena, el equipo más goleado de la categoría, se desenvolvió con la fortaleza defensiva del Chievo Verona en el calcio más hermético de los ochenta. Infantil, temeroso de Dios, del Diablo y sobre todo de sí mismo. El empate que se dio por bueno en Logroño tenía un doble fondo maligno: la incapacidad de vencer y de hacer peligrar incluso la consecución de un punto dejó un poso de inseguridad en el alma del equipo. Se creía que contra el Efesé se podría reparar lo despreciado en el Nuevo Las Gaunas, pero el efecto fue el contrario: rebajó ya no solo sus ambiciones, sino que se borró del campo entre la espesura de su peor versión posible.

Todo, hasta lo inexplicable, tiene sus razones. Por ejemplo ese autismo posicional de Eguaras que desencaja el centro del campo. Se mete en la garita y deserta de la presión de Zapater y Francho, con lo que el corazón del equipo deja de latir. Lo de Alegría también merece su capítulo aparte porque no se sabe muy bien a qué ni dónde juega. Cuando prolonga por alto, nadie acude a ese estiramiento. No pisa el área ni se asoma a ella. Y juntarlo con Narváez es como meter en la misma pecera a un tiburón y pez martillo y pretender que hagan migas. Juan Ignacio Martínez tendrá que replantearse el ataque una vez más: o le da al cafetero todos los galones en el frente o incluye a Iván Azón en sus planes desde el principio. Bermejito pudo marcar en una jugada estupenda de Narváez, pero solo frente al portero le pegó con la derecha para colgarla en la azotea de la Cámara de Comercio. Ese fue todo el bagaje intimidatorio del conjunto aragonés.

Peybernes se ha ganado un puesto en el once, pero habrá que descubrir el porqué. Volvió Francés en lugar de Jair, sacrificado en esta ocasión para mantener al favorito de Torrecilla, y se contagió de un futbolista grande que gana balones por arriba pero que a ras de césped va muy justo de calidad. Hubo un tramo en el que ofreció un recital de despejes al cielo y a la grada para que lo denunciara la pelota por maltrato físico y psicológico. Así, por la mente del Real Zaragoza circulan ahora libres de impuesto alguno todos los fantasmas de un equipo tercermundista y desnutrido a quien la hoja del calendario se le presenta en sus pesadillas como la cuchilla de una guillotina.

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