Cerrado el juicio, sobrevive muy por encima en la memoria la pleamar de los 11.000 aficionados que se desplazaron a Valencia y la hoguera aún vigente de su implicación sentimental
La Audiencia Provincial de Valencia ha dado portazo a cualquier indicio de amaño del partido Levante-Real Zaragoza, un pleito que casi ha durado 10 años y que ha supuesto también la absolución de Agapito Iglesias y de Javier Porquera por haber prescrito la falsedad documental por la que fueron condenados. Ha sido un proceso penoso, largo y con demasiados profesionales de ambos clubes citados en los tribunales. Sentencias, veredictos, contraataques de la Fiscalía… El desgaste ha sido considerable en una de las épocas más oscuras de la historia zaragocista, pero si la luz de la justicia ha determinado que nada ocurrió aquel encuentro en el Ciudad de Valencia que supuso la permanencia, sigamos hacia adelante y, por supuesto, saquemos alguna lección de todo esto. Yo quiero quedarme con la que más me impresionó y emocionó. Con una verdad como un templo. Pura y eterna. Una jornada que viví dentro del corazón de la afición zaragocista, informando en directo durante 19 horas de forma ininterrumpida sobre el viaje de 11.000 hinchas que se desplazaron para acompañar a su equipo en un momento tan crítico. Había que ganar y había que estar. Hasta esa fecha no se había producido semejante marea humana por un encuentro de Liga. De verdad que mereció ser testigo de esa experiencia, de cada instante que ennobleció a las personas y al deporte en su versión más inmaculada.
Viajé en el autobús de la Peña Almozara para captar y sentir lo más cerca posible el significado de la pertenencia, de la fidelidad, de la alegría de ese ejército que hizo de su temor una fiesta. Me sentí en familia dentro de la gran familia. Una hilera de 92 autocares fletados por el club y 24 de los peñistas pusieron rumbo al Mediterráneo para renacer una vez más («Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa. Y escondido tras las cañas duerme mi primer amor. Llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya. Y amontonado en tu arena guardo amor, juegos y penas). En esta ocasión en el exilio de la gloria, muy lejos de la patria de finales y títulos. No había horizonte ni espacio para la pena. Cada testimonio recogido, cada palabra, era una declaración de amor viniese de veteranos en mil batallas o de soldados en su primer día en las trincheras. En las paradas para repostar y descansar, principalmente en Teruel, los seguidores ondeaban al viento las banderas, las bufandas e incluso el himno. La conjura tenía un alto componente de responsabilidad, de conciencia de que el resultado también dependía de la fuerza que pudieran transmitir a los futbolistas antes y durante el partido.
Manolo el del Bombo saluda a Ander Herrera en el hotel de concentración. Foto: Ángel de Castro
Aparcados ya en la Avenida Hermanos Machado de Valencia, la ciudad se vistió de inmediato de azul y blanco, de cánticos, del «Sí se puede» como emblema de la sagrada misión. Una cruzada a tierra santa. Ebrio de ese tsunami de convicción y lealtades bordadas por las garras de un león, entrevisté en su bar a Manolo el del Bombo en cuanto pudo desengancharse de la plancha de la cocina y de las constantes peticiones de los clientes, todos aragoneses. «Este partido está ganado. Ni lo dudes. El Real Zaragoza se va a salvar por su gente», me dijo sin que le preguntara. Y volvió al tajo como si nada, permitiéndome que cargará el móvil muy cerca del fuego en el que se agolpaba en fraternal parrillada igual pinchos morunos que huevos fritos.
Hacía calor y la humedad, sin ser alta, pesaba en las horas previas al encuentro. En el Centro Aragonés de Valencia, siguiente y obligada parada, recibí de nuevo el cariño y la complicidad para facilitarme al máximo el trabajo. En momento determinado, después de que todos los presentes posaran y colaboraran en una sesión de vídeo, dos jóvenes cantaron una jota para que la grabara. Fue ese instante exacto donde percibí que pertenecía quisiera o no a esa capítulo de la historia zaragocista, es decir al zaragocismo. Ni un solo poro de la piel, erizada, admitía la menor objetividad: aquellas voces me hicieron partícipe y cómplice de sus sentimientos, de que tratándose de fútbol, el fútbol como juego no lo era todo. Posiblemente ni siquiera lo principal.
El equipo llega al Ciudad de Valencia. Foto: Ángel de Castro
Dos horas antes del la crucial cita, el Ciudad de Valencia estaba sitiado por una afición cuyo aliento crecía a medida que el reloj se movía parsimonioso. La pólvora emocional provocaba estallidos de júbilo y turbadoras hogueras de zaragocismo hasta que se produjo la llegada del autobús del equipo. Entonces hubo que contener la respiración frente a una catarsis estremecedora. Solo recuerdo dos instantes similares: cuando el autocar del Real Zaragoza se presentó a las puertas del Parque de los Príncipes el 10 de mayo de 1995 y la manifestación en la plaza de España de Barcelona frente al hotel del equipo, con los jugadores saludando desde las ventanas de sus habitaciones, el 17 de marzo del 2004, justo antes de subir a Montjuïc para ganarle la Copa al Real Madrid. Permítame señor juez que de aquel Levante-Real Zaragoza del 21 de mayo del 2011 me quede con esas imágenes que pertenecen a la definición literal de la integridad. De que si algo es incorruptible y jamás estará bajo sospecha, será aquella pleamar de compromiso ancestral por la que siempre navega la afición de este club.