He comentado en varias ocasiones que la próxima vez que regresara a La Romareda lo haría en una silla de ruedas, con una gorra Príncipe de Gales y una manta lisa de color azul. Me colocarían en el lugar destinado a personas mayores, discapacitados y mascotas en carritos mirando al graderío del nuevo estadio. Los caprichos de los ricos, los políticos y sus apuestas para que nunca pasara nada en esta ciudad, se mezclarían con el sentimiento de amargura y abandono de una gente que mantuvo viva la llama del zaragocismo en la zozobra de la incomunicación y los descensos.
El amable voluntario que me acompañase en esa moderna silla de material reciclable, totalmente eléctrica y con pantalla por voz, me señalaría el terreno de juego. Allí, bandas de música municipales iniciarían el recorrido del espectáculo; un grupo de drag queen seguiría a continuación, con otro de jota aragonesa, para poner el punto final al desfile una coreografía de cheerleadores de varios sexos y un mariachi mexicano.
Después se iluminarían las pantallas gigantes y los aficionados se colocarían las gafas de realidad virtual para ver el partido entre el Arsenal y el Real Zaragoza del que se cumplirían 50 años.
Una vez finalizada la proyección saldría un combinado de viejas glorias blanquillas que se enfrentaría a una selección multisport mixta de Miami para concluir la inauguración de La Romareda casi medio siglo después de iniciado el año 2000.