La Recopa, gloria y maldición

Un fantasma se paseó entre nosotros aquella noche en el hotel Concorde Lafayette, en el salón donde la directiva improvisó una fugaz celebración con canapés y tibio champán. Todo el mundo, equipo, afición y prensa, se había engalanado para ganar la Recopa, convertido París y sus luces en un océano blanquiazul para navegar hacia el Parque de los Príncipes inmortales. Aún se respiraba el perfume de Nayim en la atmósfera, la inconfundible esencia de la gloria. Pero la fe y el pasaporte a la leyenda no alcanzaron siquiera para un bistec. Quien quiso cenar tuvo salir a la calle en busca de algún restaurante sonámbulo mientras, sin saberlo, sobre la encorsetada y fría delegación caía una bruma invisible, la maldición. Ese 10 de mayo de 1995 podría haber sido el despegue hacia algún lugar de perennes alegrías y sin embargo se transformó en en un diabólico tobogán que 26 años después parece no tener fin. Estos meses se negocia en el mismo infierno para evitar que la quiebra económica conduzca a la desaparición después de que tres propiedades, Alfonso Soláns júnior a la muerte de su padre, Agapito Iglesias y la Fundación 2032, cada uno con su particular estilo mercader, hayan conducido al club frente a un espejo roto en el que no se reconoce, con el fantasma del hotel Concorde Lafayette a sus espaldas.

Nadie ha visitado tantas veces París como el aficionado zaragocista. Para sonreír, para ser feliz. Para contar el milagro de Gigi a futuras generaciones. Pero el club tomó otra vieja y conocida dirección, un camino de rancias costumbres, de empresa apolillada, de inmovilismo primero para después caer en manos de un bandolero politizado y más tarde de un grupo refugiado en el búnker de los intereses particulares. Se quedó anclado en el siglo XX, incapaz de visualizar los nuevos horizontes deportivos y económicos hacia donde avanzaba el fútbol, estimulando la mediocridad de la mayoría sus gestores. Aquel maravilloso equipo que se fue construyendo en un lustro para coronarse contra el Arsenal, llevaba un reactor incorporado hacia el futuro. En lugar de activarlo con proyectos solventes y profesionales cualificados, dejaron que el Real Zaragoza siguiera el curso de lo arcaico. Durante algunas temporadas, pocas, las dos primeras con Chechu Rojo y las de Víctor Muñoz, luchando por la Liga y ganando una Copa al Madrid y una Supercopa al Valencia, el conjunto aragonés conservó su grandeza amparado en estupendos y puntuales fichajes como Milosevic, David Villa, Ewerthon o los hermanos Milito. No fue suficiente. Ya había empezado la cuesta abajo mucho antes. Sí, desde aquella medianoche gris en un hotel con la cocina cerrada.

Desde entonces, el Real Zaragoza ha jugado 16 cursos en Primera División, siete de ellos luchando por la salvación prácticamente hasta el último suspiro y otros tres culminados con humillantes descensos, y 11 en Segunda, en tres ocasiones muy cerca de caer a Segunda B. Sólo en dos oportunidades ha estado por encima de su plaza en la clasificación histórica entre los mejores, la novena. Lo consiguió con el cuarto puesto de Chechu Rojo en la 1999-2000 y el sexto de Víctor Fernández en la 2006-2007. Lo que vino después del último sorbo en competiciones europeas fue producto de una terrible herencia que Agapito Iglesias acentuó en su perfecta reinterpretación del coronel Kurtz de Apocalypse Now y a la que la Fundación 2032 puso punto seguido con una administración gobernada por las sombras. Hoy llama a la puerta otro fantasma no menos inquietante: saber cuáles son las auténticas intenciones de los futuros compradores, si vienen para inyectar dinero y cualificación al club o para llevar la Recopa al prestamista.

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