Animen hasta la sociedad, disfruten de la salvación, festejen un gol con la rótula o el fallo de un penalti del Deportivo, pero, por favor, dejen descansar en paz a un estadio que se despide herido en su gloria
Se aproxima el adiós a la vieja Romareda para que sobre ella nazca un nuevo templo que, en realidad, siempre contendrá su alma al elevarse en el mismo lugar, con los ecos de su noble existencia corriendo por las venas de la hermosa y moderna estructura. Y lo hará vestida de gala, sin un asiento libre, pero sabiéndose cubierta de harapos en un encuentro que se intenta comparar por su trascendencia con episodios que no guardan nada en común con la miseria de este momento por muy ostentoso que parezca su premio: la salvación, la posibilidad de permanecer en el fútbol profesional por decimotercera campaña consecutiva en la cara B de la élite. Se ha reunido la familia zaragocista en el hogar, en un último ejercicio para que su apoyo y el embrujo imperecedero del campo impulsen a una victoria contra el Deportivo. Esa atmósfera tendrá un componente de belleza para compensar tantos años de monstruosidad, pero en el fondo aflora el partido más ultrajante de la historia en un recinto donde generaciones de seguidores acudían para rociarse de gloria, para beber de la fuente del espectáculo. Esta agonía que se quiere presentar como hermana pequeña de aquellas emociones no es más que un hija ilegítima, de innegociable reconocimiento en el árbol genealógico de la reputación.
Animen hasta la sociedad, disfruten de la salvación, festejen un gol con la rótula o el fallo de un penalti del Deportivo, pero, por favor, dejen descansar en paz a un estadio que se despide herido en su encanto que no en su inmortalidad, la que se ha ganado sobre todo antes de que el equipo descendiera por última vez, desde que los mercaderes la convirtieron en bazar principal de sus negocios. La Romareda, nada orgullosa pero responsable, va a ofrecer un servicio final sintiéndose querida y preñada por una hinchada que la va a honrar hasta su médula de cobijo sentimental, de madre comprensiva, tierna y abnegada. Cuando todo acabe, el mejor homenaje que podría recibir es dejarla ir sin ruidos jubilosos, pues no hay mayor ni más impresionante celebración en esta situación nada honorable que escuchar los pasos memorables de su pasado mientras se va. Déjenla morir, y que en sus recuerdos no quepa este encuentro como principio de nada, como semejanza con nada. Pongan la primera piedra de la dignidad de esa nueva Romareda para que lata en sus cimientos el auténtico legado de la vieja y elegante señora.