Cualquier análisis que se haga desde el resultado es una apetitosa trampa en la que caer al margen de que el marcador sea muy favorable o un auténtico desastre. La victoria, la derrota y el empate pueden producirse por muchas circunstancias, pero por lo general y con contadas excepciones suelen ser consustancial al juego que realices. De los partidos es aconsejable interiorizar en lo perceptible y en lo intangible y quedarse en la superficie conduce a una lectura oportunista o errónea. El triunfo del Real Zaragoza en Burgos contiene beneficios que se conjugan en presente, en lo inmediato: vencer por fin para desatar las malsanas tensiones psicológicas de un rosario de empates y salir de la zona de descenso, un lugar que añade un alto grado de ansiedad. Asimismo presentó un equipo y un entrenador fragmentados desde hace tiempo por falta de fútbol y de soluciones para producirlo. No tiene nada que ver con el conjunto del curso pasado que, con similares limitaciones, sabía que su objetivo era la salvación y se afeaba en función de un resultadismo innegociable. Esta vez ha mezclado en ese cóctel un objetivo, el de estar arriba, sin añadir argumentos a su plantilla, ahora más coja con las lesiones de Narváez y Vada. La frustración por no reconocerse ni sentirse entre los mejores suma más que el regusto amargo de ser invencible para la mayoría. Sufre en la indefinición, necesita deshacerse de responsabilidades que no le corresponden y reclama que Juan Ignacio Martínez vuelva a aplicar normalidad y continuidad en unas alineaciones indescifrables incluso para los propios futbolistas.
La felicidad por ese triunfo está absolutamente justificada con más eco entre la afición, pero no justifica un futuro sobre el mismo patrón. El Real Zaragoza, que ya venía perjudicado de su terrible segunda parte ante el Mirandés, peregrinó por El Plantío sin espíritu alguno, deshaciéndose del balón y pateándolo a ninguna parte o a la grada, condicionado no por el Burgos sino por un profundo sentimiento de inferioridad. Mal situado para defender pero sobre todo para atacar, lento en la circulación y sin un solo jugador sereno en la histeria general –ni siquiera Cristian–, encontró los tres puntos en uno de los dos atajos que tenía previsto JIM para hacerlo: no funcionó el envió de meteoritos a Azón pero si un contragolpe precisamente en las botas del único que podía ejecutarlo, Francho Serrano. Perfecta carrera, buen pase para Eguaras, quien acompañó al canterano, y asistencia del navarro para que Álvaro Giménez marcara un gol de bandera. Confluyeron los tres protagonistas ideales en sus zonas de confort: la pradera despejada para cabalgar, la posición para el pase concluyente y el área, espacio exclusivo para que Álvaro pueda expresarse.
El punto de inflexión al se refirieron entrenador y jugadores al término del encuentro no se producirá jamás sin un punto de reflexión de obligado cumplimiento. Será muy complicado por no decir imposible volver a ganar como se hizo en Burgos, una victoria que alivia el dolor pero no acaba con la enfermedad, una fuerte dosis de morfina. El Real Zaragoza necesita, sobre todas las cosas, forjar su camino sin elegir otros objetivos que el de encubrir sus defectos conceptuales –ya inevitables– con un mensaje desde el banquillo que abogue por el orden, la sensatez en el once y la recuperación de un formato más agresivo tácticamente, similar que presentó al principio del curso. Los goles llegarán o no, pero para ser alguien en el fútbol hay que vestir una armadura física y mental y que dentro de ella lata un equipo en nada similar al de Burgos, porque ese júbilo trajo incorporada una trampa mortal si se quiere tomar de referencia.
El partido fue indigesto a más no poder. El peor de la temporada. Solo tuvo una cosa digerible: el resultado. Pero eso no pasará el resto de días