Te miras al espejo y ves las arrugas que el tiempo ha surcado por tu piel y alguna de las cicatrices que forman parte de tu vida. No duelen, llegas incluso asumirlas como algo inevitable y hasta de orgullo. Eso no significa que en momentos concretos el sufrimiento se haya expandido desde la herida a todo tu cuerpo provocándote una tortura insoportable. Lo peor es cuando se abre otra vez la carne en ese costurón y destroza el relieve provocando la angustia y el grito. Son agresiones a las que es imposible acostumbrarse aunque se soporten con entereza. Parece que esa cuota de sufrimiento ha sido asumida por los seguidores del Real Zaragoza que, aunque no se fíen de los cambios, intentan ilusionarse como si el transcurrir del tiempo contase como condena cumplida. Después del lunes la realidad es cruel; sin credibilidad en el banquillo, sin intensidad en el terreno de juego y sin gol. Con unos dueños repartidos por el mundo y un director general de espaldas a la afición mientras la Romareda sigue envejeciendo.