Víctor Fernández, en su todavía hipotética, teatral y virtual despedida tras la derrota con el Oviedo, centra la responsabilidad en una plantilla de la que ha sido arquitecto y cómplice
Víctor Fernández ha insinuado que se va del Real Zaragoza tras la derrota contra el Oviedo (2-3), la quinta de la temporada en La Romareda. Como no podía ser de otra forma, lo ha hecho a su manera, presentándose como un mártir de la causa zaragocista, anzuelo que ha picado parte de la prensa aragonesa enamorada del técnico por encima de cualquier análisis objetivo para conservarle en los altares con ímprobos esfuerzos en defensa de su honestidad. Ese ejercicio de honradez a medio gas ha consistido en hacer leña del árbol caído, es decir de un equipo del que ha sido arquitecto principal y del que ha terminando renegando. Su flagelación pública no es creíble, como tampoco la dimisión virtual, porque su figura dejó de serlo hace mucho tiempo, desde el mismo instante que aceptó una plantilla disonante con sus ambiciones, con un proyecto de ascenso que condicionó a su figura, su personalidad y su leyenda de la Recopa. La afición se entregó incondicional a sus mensajes evangelizadores y seis meses después baja del monte Sinaí sin tabla alguna, con un discurso de muy mal gusto en el que jamás reconoce la evidencia, que ha sido cómplice de una propiedad embustera y que este fracaso le pertenece como al que más.
Ha cometido multitud de errores que no es cuestión de enumerar por múltiples y reincidentes, los de un técnico, por ejemplo, sobrepasado por el descubrimiento de que sus principales apuestas han estado por debajo del nivel de la legión de canteranos con los que no contaba ni por lo más remoto y por una incapacidad manifiesta para gestionar problemas y vestuarios en declive deportivo y anímico. Desactualizado por completo, se ha perfumado con su condición de mito, aroma inútil en este deporte que vive al día y genera sus propias fragancias, por lo general para el ganador. Y el Real Zaragoza de Víctor Fernández ha sido un perdedor, por lo que su destitución, aún no confirmada y pendiente de sello oficial a lo largo de este miércoles, sería un acontecimiento lógico y normal. Anoche, en base a su discurso en nada casual, se intentó dotar a sus palabras de un dramatismo romántico, haciendo de su marcha una cuestión de estado, catalogada como una catástrofe que, por encima de todo, le dignifica. Por un instante dio la impresión de que había enviudado el fútbol a nivel mundial.
La auténtica víctima del enésimo descalabro en doce temporadas, con el sueño del ascenso diluido entre personajes de poca transparencia y actuaciones que confirman que este club no es prioritario en lo deportivo para sus dueños, es el Real Zaragoza, secundaria sucursal del Atlético de Madrid y sus fondos de inversión amigos. Víctor Fernández creyó que podría seducirles, pero al círculo que acudió ya no estaban Zalba, ni papá Solans, ni Agapito, ni tan siquiera la Fundación, dispuestos a considerar sus peticiones y, en muchos casos, a hacerlas realidad. Aun así se unió al diablo y ahora echa a la caldera a los futbolistas, incluso a los que no quisieron venir. Cuando las calles se limpien de sangre y lágrimas, y siempre que su adiós se selle con el correspondiente finiquito económico, vendrá otro entrenador para enfrentarse a un panorama desolador, producto de la misma poesía de marca blanca que se derrocha cada verano. Va a ser duro, muy duro, pero no porque Víctor se vaya a ir, sino porque los que se quedan se desayunan con olor a napalm en esta guerra del fin del mundo que es el club aragonés con o sin héroes marchitos. Que nadie descarte, por si acaso, que salga de la mano de Jorge Mas para saludar al pueblo desde el balcón presidencial, con el No llores por mí, Argentina de fondo, para anunciar que llegar a Primera aún es posible. Con él, claro.