Loco por tu amor

Zapater, entrando al campo para festejar el gol de Sanabria cuando había sido sustituido por el uruguayo, protagoniza otra de sus celebraciones henchidas de zaragocismo sin edad ni condición

En un mundo que gira a la velocidad de lo virtual, de lo desechable, de universos pixelados por las urgencias, ver a un futbolista celebrar los goles o las victorias de su equipo como lo hace Alberto Zapater desemboca en el corazón de las emociones para toda la vida, de las que nacen en el manantial del más sincero de los sentimientos. Había sido sustituido por Sanabria en el minuto 80, y el uruguayo, en su primer acción, marcaba el 0-2 con un espléndido remate en plancha. Las cámaras enfocaban al chico fuera de sí y de repente, por el fondo aparece un tipo chiflado que entra al campo para fundirse con él, con todos los que acudían a felicitarle. El capitán había salido por el otro costado para no perder tiempo y se dirigía al banquillo muy pendiente del juego. El tanto de su compañero le encendió e incendió el motor de la locura, de la felicidad, del zaragocismo que enarbola sin edad ni condición.

Hasta que fue detectado por los radares, ese satélite de rojo tomate que entraba en la órbita del gol de Sanabria, en el encuadre del regocijo y el éxtasis por su significado salvador, podría haber sido un recogepelotas o un aficionado local saltándose todos los sistemas de seguridad. Pero el encuentro se disputaba en Las Palmas, a miles de kilómetros de La Romareda, luego no podía ser otro que Zapater, el niño, el hombre, el recogepelotas, el aficionado, ese jugador henchido de zaragocismo cierto hasta la médula, de la cabeza a los pies sin peaje. Sin edad ni condición. Llevaba la bandera, el escudo, el himno de todas las generaciones, consciente en su maravillosa demencia expresiva de lo trascendental de ese triunfo, de la importancia de su aportación en el momento más delicado del curso.

Con ese nuevo gesto que ya ha repetido en otras ocasiones colgándose de Cristian padre o arrodillándose devoto de la catarsis tras dar una asistencia a Narváez, Alberto Zapater es el mejor representante de los valores de este club, del fútbol en general como elemento de pertenencia incondicional. Ahora que el amor por los colores, víctima del daltonismo de los egos y el nomadismo, apenas se expresa con intensidad, su rugido en el jubileo despierta la pasión por el Real Zaragoza mucho más allá de las tinieblas, en ese lugar donde uno es de un equipo sin saberlo explicar. Sin que tenga más explicación. Si la fe de JIM mueve montañas, la de Zapater transporta cordilleras de continentes.

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