Me gustaría compartir el Real Zaragoza que yo viví por dentro, al que llegué cuando esté equipo ya era un animal legendario de la fauna futbolística. Los últimos años nos han agriado tanto que quienes contamos y cantamos sus penas como cupleteras en decadencia hemos sufrido un deterioro similar, producto de la desesperanza y de la acumulación de personajes mediocres y malvados a todos los niveles. La acidez y la gris rutina se han adueñado de las crónicas, que apenas dejan un estrecho margen para la alegría y el recuerdo. El Real Zaragoza que mejor conocí fue el de los años noventa aunque con el cambio de siglo también sufriera algún enamoramiento no sin sobresaltos. Habían quedado para la mitología los Cinco Magníficos y muy cerca de la gloria aun sin corona los Zaraguayos. El fútbol que brotaba en La Romareda tenía casi siempre una esencia perfumada, pero al buen paladar solo le había correspondido con títulos la Copa del gol de Rubén Sosa al Barça.
En ese universo estelar se produjo un fenómeno cósmico, la creación de un nuevo planeta entre la amenaza del caos, de una promoción contra él Murcia que dibujo una frontera entre la muerte y el nacimiento de una nación. El juego se hizo excelencia con una serie de futbolistas que en su mayoría buscaban su primera o segunda oportunidad, y que lograron en su comunión de satélites de muy diferentes universos que el balón fuera un herramienta artística, una nave a la que se subieron para deleitar con uno de los viajes más hermosos que se puedan imaginar.
El presente es un escombro de aquella cultura. Por eso cuando se celebran fiestas paganas por un saque de banda, un gol en propia meta del rival o una permanencia, los historiadores hierven de furia, de indignación porque las actuales generaciones deban conformarse con estos tiempos de oscuridad y mentira, mientras son observados como obsoletos y malhumorados vestigios que no sé adaptan a la realidad de la pobreza como signo de modernidad y fidelidad. Nada ni nadie, sin embargo, más rebeldes que quienes exigen el regreso a ese pasado en un futuro inmediato, a esas épocas de genios y genialidades, de partidos a los que se acudía con la certeza de la victoria y la única incógnita de descubrir cual sería el tamaño del espectáculo que se le iba a ofrecer.
Aquel Real Zaragoza estaba hecho de futbolistas en su esplendor. No había otro secreto fuera de esos márgenes. Quizás la silenciosa sabiduría de Avelino Chaves por encima de cualquier otro nombre. Su apetito por divertir y divertirse maravillaba y encendía antorchas de pasiones y emociones. Cada uno interpretaba su papel y el producto era una magnífica obra coral. Fueron campeones dos veces, pero su triunfo residía en la alegría del oficio, el descaro, la valentía, el talento sincronizado. Todos tenían un don, pero recuerdo con especial devoción a los se hicieron a sí mismos desde un escalón más humilde hasta llegar a la altura de sus compañeros. Cedrún, Belsué, Aguado o Poyet, combustible de Solana, Cáceres, Nayim, Gay, Higuera, Pardeza y Esnaider. Con Aragón a su aire de poeta soldado.
La Liga se disputó hasta el último encuentro con la legión de Txetxu Rojo, Luis Costa conquistó su doblete en La Cartuja y el embrujo de Montjuic hizo campeón al equipo de Víctor Muñoz. Luego fue cayendo la noche más larga, ahora interminable, trufada de sombras, jockers y pusilánimes. Si hay momentos que mantienen vivo al Real Zaragoza uno de ellos, el más reciente y rico de matices, es el reinado de los Príncipes de Paris, su arrebatadora personalidad, su carácter indomable. Compartir aquellos días en este calendario agrietado de esperanzas no es sinónimo de añoranza sino el ejercicio más saludable para no caer y recaer en el sedentarismo y la conformidad. Todo fluía con una naturalidad prodigiosa, como se suceden las estaciones. Ni un regate de más, ni un pase de menos, ni una falta gratuita. Hasta los errores sabían a miel, resueltos con una venganza más dulce aún. En dos temporadas esa promoción tocó literalmente el cielo. Pero el germen de esa delicia no sólo contenía razones deportivas. También humanas. Los temperamentos surcaban el tallo patriarcal de Cedrún, la serenidad de Solana, la picaresca de Belsué, el hierro y el acero de Aguado y Cáceres, la ruta de la seda de Aragón, la sublevación de Poyet, la inteligencia de Pardeza, la fantasía de Higuera, la puntualidad suiza de Gay, el duende de Nayim, la salvaje competitividad de Esnáider. La complicidad fuera del campo explosionaba al unísono dentro del estadio transformando a grandes adversarios en monigotes al servicio de una función fantástica. El único con aura de divo era Gardel, adorado sin embargo en su papel de gran actor irreverente. El resto formaba una familia humilde y consciente.
Que ahora venga alguien desde los confines de la vulgaridad a recordarnos que lo que fuimos, o mejor dicho fueron, supone una condena para el regreso a esos lugares asombrosos amplifica la dimensión del problema. Porque resulta imposible renunciar a la felicidad, atemporal pese a que se quiera emplazar en el pasado y los lugares que jamás han de ser revisitados. Más vigente que nunca, el Real Zaragoza de la Recopa y de muchas más recopas cada fin de semana debería enseñarse desde la tierna infancia de la cantera. Ser una asignatura innegociable para alumnos e instructores y no contemplarse como una pieza de museo. Habrá quien exponga la inconveniencia de emular aquel fútbol porque era otro, porque los ritmos y el físico eran diferentes y la maquinaria táctica, menos sofisticada. Lo que no varía es la estupidez, la convicción de que el avance consiste en no mirar hacia atrás cuando resulta que la única vía de escape está en aproximarse lo máximo posible a etapas de solemne brillantez, donde la lejanía es un término estéril. Nada más contemporáneo que el 6-3 al Barça. Nada más ominoso que un 2-4 frente al Eldense. Ojalá pasemos pronto del cuplé bajo un intermitente y mutilado neón al relato mitológico de aquellos noventa que quienes lo vivimos no nos resistimos a reclamar su vuelta, su rugido.