El técnico, que hizo una correcta lectura de las necesidades del equipo para un partido puntual, ha recibido duras críticas por su cerrada apuesta defensiva y porque, además, tiene encima la sombra de Víctor
Alfredo di Stéfano defendía que el mejor futbolista de la Quinta del Buitre era Miguel Pardeza, pero el delantero tuvo que desarrollar la mayor parte de su carrera en el Real Zaragoza, donde triunfó y ganó títulos lejos de aquella generación de perlas madridistas. Cuando se le preguntaba el porqué se vio obligado a emigrar, contestaba que en el Bernabéu no competía con el puesto contra un futbolista, sino contra un mito. Se refería a Emilio Butragueño. A Miguel Ángel Ramírez le han salido dos enemigos: una plantilla insuficiente para satisfacer los deseos de la propiedad de alcanzar la promoción de ascenso y la sombra aún caliente de Víctor Fernández, leyenda viva de glorias pasadas y desastres más recientes y padre de la deforme criatura en su matrimonio de conveniencia con Juan Carlos Cordero. El entrenador canario tiene dos frentes abiertos, y las balas han comenzado a volar por encima de su cabeza tras su primer examen con el conjunto aragonés.
Ramírez es una apuesta de riesgo porque su experiencia profesional es relativamente corta y porque en la plaza a la que ha llegado todavía se distingue la sangre de la mayoría de los colegas de profesión que han salido corneados de gravedad en esta docena de temporadas en Segunda. Pero no ha hecho más que pisar la arena y ya lleva encima varias banderillas con el arpón clavado hasta la médula. 120 segundos de prolongación del partido, los que le sobraron en el Martínez Valero para sumar un punto, han hecho que la valoración de su hermético planteamiento pase del notable al muy deficiente. Es cierto que no estuvo nada fino en ese tramo final cuando, para reforzar la resistencia, incrustó a Jair con los tres centrales que había dispuesto de principio y que con la entrada del portugués se desordenaron. Esa decisión favoreció el desbarajuste y el gol de un Elche que había sido desactivado por completo por un grupo muy aplicado de artificieros.
Y como era de esperar aunque no se sostenga con ningún argumento, en cuanto marcó Rashani, de ultratumba brotaron algunas voces añorando que el pasado, por muy malo que fuera, era mejor que el presente, y que el Real Zaragoza había perdido el perfume ofensivo de Víctor Fernández, esa esencia de imitación que había llevado al Real Zaragoza al más absoluto de los caos. No hubo disparos a puerta, no hubo saques de esquina y Dituro ni se manchó los guantes. Se jugó a no perder, lo que es la antesala de la derrota… Ramírez ha tomado tierra sin tren de aterrizaje y en un aeropuerto minado. Una sola puesta en escena ha sido suficiente para que la platea rebose sentencias. El nuevo técnico realizó una lectura más que correcta de lo que tiene en sus manos, que es justo la herencia de su antecesor y del director deportivo, y presentó una estrategia en función también del rival, muy superior en el manejo de la pelota y con jugadores de más alcurnia. La respuesta del equipo alcanzó cotas altas en contención y coordinación, y futbolistas como Aguado, Bare, Clemente y Tasende mejoraron por mucho sus versiones. Se renunció al careo con el conjunto de Eder Sarabia, lo que tenía un precio: ayer, pisar el área ilicitana era algo secundario.
Todo se vino abajo por esa última determinación de Ramírez de aguantar con seis defensas que le enseñaron algo más sobre este Real Zaragoza tan poco fiable siente quien se siente en el banquillo, una candidez extrema que Víctor ya sufrió al sacar en frío a Kosa y poner a Vital de mediocentro en Burgos para que Sancris anotara en el minuto 92 tras un eslalon sin oposición. Ramírez sale hoy en los libros de texto sin imprimir con traje de demonio. Como Pardeza, ha entablado una pelea contra la mitología. En este caso en un escenario mucho más embarazoso: le piden que ascienda con los mismos que antes disparaban mucho a puerta pero eran un coladero. Le esperan al canario vientos huracanados con el Tenerife a la vista, y un frío cierzo aragonés que no deja de soplar en ciertas melancolías malsanas o impacientes.