El adiós de Luis Carlos Cuartero, legendario representante del zaragocismo según algunos de los obituarios que le han dedicado sus amigos, ha sido una de las mejores tragedias que le podían suceder al club. No tanto por la influencia que ya no tenía como por desprenderse, previo pago, de una de las figuras más tenebrosas de la historia reciente de la institución. Raúl Sanllehí, visionario e imperfecto conocedor del sentimiento de la afición, quiso dar más cuerda en los despachos a su antecesor dentro de esa hoja de ruta marcada por el continuismo con la excusa baladí de una transición natural. Se le ha ido Cuartero, pero aún le queda Miguel Torrecilla, otra apuesta personal del director general en contra de la lógica y de la opinión popular. Se podría ser más explícito: en contra del Real Zaragoza.
El ruido que no quería hacer Sanllehí lo ha transformado él mismo en una detonación ensordecedora una vez que todos sus movimientos por la paz se van desmontando en el fragor de la batalla deportiva. Los cañones le apuntan y pronto comenzarán a dispararle porque el equipo del que es máximo responsable es una una comunidad de seminaristas que suplantan el fútbol por un dogma de fe en el que casi nadie cree. Cariños y mimos en las ruedas de prensa de los futbolistas, inmersos en una irrealidad insostenible, y abrazo a lo Boy Scouts con el entrenador. Sanllehí, como sumo sacerdote, se ha apoyado en Miguel Torrecilla y en Juan Carlos Carcedo, párrocos sin ceremonia, para reforzar y dirigir una plantilla con siete fichajes de los que sólo uno, Giuliano Simeone, procedente de la Tercera RFEF y de la sinergia de patas cortas con Gil Marín, está justificando su cesión. Quinteros, Rebollo, Manu Molina, Mollejo, Gueye, Fuentes… Unos ni juegan y otros apenas aparecen para cuestiones importantes en el campo tengan menor o mayor protagonismo en las alineaciones.
Raúl Sanllehí, que fue presentado como un negociador a la altura de Henry Kissinger, está quedando como un buhonero de mercadillo de bisutería barata. Su contratación venía avalada por su trabajo en el Barcelona y el Arsenal, dos ecosistemas a años luz de donde orbita el club aragonés. Mantener el cargo a un director deportivo que ventana tras ventana que se abre adquiere al peor delantero posible siendo el gol una necesidad imperante, y, por el momento, proteger a un técnico que en una docena de jornadas ha llevado al grupo a una estación delirante que se traduce en la falta de identidad y la pésima clasificación, le sitúan sólo ante el peligro de sus paraguas, cada día más rotos e inservibles.
Si el director general insiste en enrocarse y conservar su confianza en Torrecilla y Carcedo dejará algunas cuestiones bien claras: o un es un inconsciente profesional o la fama que se había ganado correspondía a otro tipo de labor muy distinta a la que está ejerciendo en la actualidad, con autoridad para hacer y deshacer a su antojo. Le está viniendo grande el sillón de un Real Zaragoza que ha vuelto a perder contacto con el ascenso y que está a un punto del descenso. En su mano está reaccionar a tiempo o dejarse aconsejar, que está claro que lo necesita, para impedir que Torrecilla siga pilotando la dirección deportiva y que Carcedo continúe en el banquillo. Y por supuesto debe advertir a la multipropiedad de que el vestuario necesita una urgente inyección de nuevos jugadores, con incidencia en todas las zonas del centro del campo, para competir a un nivel digno.
De momento, la nueva propiedad, pese al tema económico y ser el séptimo límite salarial, no mejora en nada la realidad deportiva. En nada