por José Mendi
Psicólogo y escritor
Los entrenadores son los mayordomos del fútbol. Por eso son los sospechosos habituales en los asesinatos balompédicos. Lo raro sería que quienes pagan a los detectives que investigan los crímenes del césped fueran señalados por sus sabuesos. Una organización irresponsable necesita tanto a los culpables como a las víctimas para tapar las vergüenzas de su ineficacia. Los héroes y los chivos expiatorios son los mejores distractores de una historia cuyo relato se reserva a los escribas del beneficio y de la pose del bien quedar. Porque el dinero mueve montañas pero la ineptitud hace que cada palada de tierra sea más cara que la anterior.
La orfandad es la soledad del abandono. Un sentimiento que, de forma paradójica, sienten incluso los que atentan contra sus opresores y logran recuperar la libertad. El psicoanálisis explica de forma poética, pero poco científica, el deseo de matar a los progenitores, a los que odiamos tanto como necesitamos, para así forjar la autonomía de la propia personalidad. Las batallas de los celos infantiles por disputar los favores de las figuras paternas y maternas están llenas de Edipos y Electras que no dudarían en imitar a Caín. En el trabajo confabulamos en beneficio propio, sin miramientos hacia la ruina del rival que, tras fulminarlo, nos aupará en la pirámide social. Y en el deporte…también.
En el fútbol base los padres suspiran en silencio por la lesión del compañero de equipo que haga jugar más a su hijo. Las derrotas propias se celebran sin disimulo si su vástago no ha sido titular. La puñalada del rumor contra los entrenadores es la moneda de cambio de los mirones familiares en los ensayos. Son las sombras en el amanecer de un deporte que nace sano pero que se tuerce enseguida gracias a la codicia humana. El tiempo deja paso a las tormentas de las envidias y el dinero profesional termina por convertir un deporte en un juego de tronos con más truenos que sillones de luz divina.
Los mitos no caen por su propio peso sino por las falsas expectativas que los demás depositan en su legado. En ese sentido todos los zaragocistas y todos los estamentos hemos escrito parte de esta versión maña de la tragedia de Sófocles. Así, cautivo y desarmado el entrenador zaragocista, han alcanzado las tropas de asalto sus últimos objetivos futbolísticos. La guerra en el vestuario ha terminado. O no. Los traumas no se resuelven con electroshock, a base de convulsiones, sino con psicoterapia. El problema es que nuestro querido Real Zaragoza hace muchos años que tiene abandonada una disciplina profesional técnica y efectiva como la psicología deportiva, tanto en su estadio como en el futuro de los y las jóvenes que cultiva. La mentalidad no surge, se trabaja y se entrena. No todo depende de esta única variable en un campo tan minado como el fútbol de los negocios en el que nos desenvolvemos y que tantas piezas se cobra en su cabecera. Los jugadores de un equipo decapitado deben prestar más atención a su cerebro que a su cabeza. No es lo mismo. La velocidad de sucesos y cambios que atenaza a este club hace que la confusión sea una seña de identidad de quienes disfrutamos y juegan en la Romareda. Por si fuera poco, los actores del templo maño pueden sentirse como unos sin techo tras el desahucio forzado por la máquina del negocio.
El cambio de foco de una crisis puede llevar a la angustia de pensar que todos nos están mirando o a percibir el cambio de ambientación como una oportunidad de mejorar el rendimiento. Hay jugadores que se sienten prisioneros de su ansiedad y que no son capaces de competir contra sí mismos. Un síndrome que atenaza al jugador y que contagia al compañero. Una enfermedad que se detecta de lejos y se ataja de cerca. Es el momento de salir de la celda futbolística de las férreas instrucciones para disfrutar del patio carcelario con una pelota que es tan de todos como el escudo del león. Haría bien el nuevo técnico en liberar de normas la burocracia de su libreta para que los protagonistas desarrollen su libreto.
La responsabilidad común es la llave del éxito individual. Y viceversa. La comunicación, la concentración, la cooperación y el compromiso son las herramientas que debe compartir una plantilla si quiere ser un equipo. Los condicionantes del pasado y las pretensiones del futuro son una guillotina de carreras deportivas en todos los niveles. El dinero suele engrasar el filo de esa trituradora de sentimientos. El Real Zaragoza lleva abriendo demasiadas etapas de lo mismo pero necesita inaugurar una nueva era hacia lo diferente. La desilusión permanente sólo conduce a la frustración de siempre. Si los jugadores se perciben como metas voladizas de un proyecto menguante enseguida asumirán ese papel. En cambio, si el club traslada una confianza que vaya más allá de unas cifras saneadas, es posible que la sonrisa llegue a las camisetas y las piernas disfruten del balón. Los jugadores tienen que ser consecuentes con la elección que han hecho, los aficionados también. Si entre todos hemos utilizado nuestros puñales de Bruto para amortajar al director de la orquesta de París, quizá sea el momento de forjar una personalidad de Primera. Como en aquella versión de la película que dirigió Blake Edwards en 1983, nos enfrentamos a una tesitura similar ¿Víctor o victoria? Ya sólo queda una opción.
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