Nuestro aprendizaje se basa en los conocimientos que adquirimos a través de la experiencia, en la herencia que recibimos y en lo que repetimos al imitar otros comportamientos. En psicología llamamos aprendizaje vicario a la información que asimilamos tras ver el resultado que tiene en otros individuos una determinada conducta. No se trata de una mera imitación, sino que observamos lo que funciona o no, para extraer nuestras propias consecuencias. El término “vicario” proviene del latín, ya que significa “transportar”. Y era una forma de explicar que el conocimiento se transportaba de una persona a otra. Este peculiar modelo de aprendizaje fue impulsado por el psicólogo Albert Bandura, y quien desee profundizar en sus conceptos le sugiero que se introduzca en la teoría del aprendizaje social que desarrolló.
En el deporte, el aprendizaje por imitación es muy importante. Sabemos que una persona sabrá esquiar antes que otra, si observa hacerlo, aunque ninguna de las dos se haya puesto unos esquís en los pies. En el fútbol utilizamos a menudo el entrenamiento mental para que los jugadores ejerciten el cerebro en diferentes acciones, que pueden imaginar o recordar, porque eso facilita el aprendizaje y la respuesta física. Podríamos decir que pensar en una jugada “engrasa” los mecanismos neuromusculares que llevan a su práctica real, con lo que se mejora su ejecución.
Como ven, lo importante no sólo es que se imite, sino que se sepan obtener las conclusiones más favorables para mejorar nuestro comportamiento y obtener el mayor beneficio al menor coste. Lo que sirve tanto para la economía como para decisiones cotidianas y trascendentales de la vida. Esto lo debemos conjugar con un principio de realidad. Por mucho que repasemos una y otra vez las mejores jugadas de Maradona, no van a surgir demasiados “Pelusas” con parecido razonable. Las habilidades heredadas y el entrenamiento (aprendizaje) tendrán que formar parte indisoluble de la ecuación.
El pasado sábado disfrutamos en Zaragoza uno de esos escasos atardeceres primaverales que nos obsequia esta ciudad muy de cuando en cuando. Desde mi localidad percibía la nostalgia anticipada que sentiremos de esa climatología, cuando la fuerza de Mordor sople desde Juslibol para atraparnos entre la fría oscuridad y la cencellada. Mi visión soleada frente a la tribuna necesitaba, como cantaría Sabina, una visera muy larga y unas mangas muy cortas. Con el sol dando sus últimos pero certeros coletazos, me parecía ver todo amarillo. Pero era el color de las camisetas del rival. Se había anunciado al Valladolid, pero juraría haber visto al Deportivo de la Coruña con su inconfundible patrocinador cervecero en la pechera. Los gallegos se veían un poco despistados. Pasaron la noche en un distinguido hotel de cinco estrellas junto a la vieja Romareda. Pero descubrieron el solar actual y tuvieron que cruzar todo Zaragoza hasta llegar justos de tiempo al campo actual.
En la salida al terreno de juego siempre resultan interesantes algunos gestos, con los que los jugadores pretenden ahuyentar los malos espíritus del “patadón” o acercar las musas del gol. El pelotón sale rápido, pero de repente Sebas Moyano se lanza a su izquierda, hasta tocar el borde del banquillo local, en un gesto de equilibrio que bien le hubiera valido para fichar por el Ballet del Bolshoi. No sabemos si quería despedirse de la suplencia o volver al nido protector. Una vez desguarnecidos de sus ayudantes, los de Gabi se acercaron para hacerse la foto inicial con los agradecidos peques. La mayoría de las chicas y chicos iban con su camiseta sin nombre. Queda mucho tiempo para saber a quién admirar. Pero hubo tres figuras que apuntan maneras. Uno llevaba el nombre de Dani Gómez en su espalda, otro portaba a Francho y el tercero a Saidu. Puede que sea la camiseta más rápida en pasar del desconocimiento, a las perchas que muestran nuestro futuro. Sin duda esos chicos tienen recorrido como ojeadores de lo que sea, y como aprendices por imitación de lo poco que hasta ahora hemos visto.
El Valladolid enseguida aprendió a jugar como los blanquillos. Nos imitó el juego de los últimos partidos y ambos conjuntos ofrecieron un recital de bostezos en la primera parte que pretendía devolvernos a la siesta olvidada del verano. Hasta el “speaker” encontró su acomodo. Mucho más atinado como riguroso portavoz soviético del informe médico de Radovanovic, para explicar el cambio fuera de carta, que como animador de una tribuna que se agita por sí misma. La grada de animación se ha declarado en justa rebeldía frente a la autoridad competente, municipal por supuesto, y le dijo a la alcaldesa que se siente, pero aquí nadie se asiente. Entre el retumbar metálico del pataleo quejoso y los ánimos de la localidad de gol, este campo parece cobrar vida de auténtica animación. Ya sólo falta que el equipo la haga suya.
Lo que ocurrió sobre fútbol en el campo fue tan rápido que parece que vimos un concentrado de partido. La celebración del gol de Dani fue lo que condujo a encajar el tanto en contra. La fiesta maña se celebró en el banquillo y alrededores por todo lo alto, incluido el striptease del goleador que se llevó la tradicional tarjeta amarilla de recuerdo. En la reanudación el jolgorio seguía. Dos forasteros sacaban casi solos un córner, al que tardaron en ir a marcar los nuestros, y entre Var y reVar, el empate hacía justicia a lo visto. Desde los estrechos asientos, resonaban los pensamientos de un Iván Azón que se tuvo que atar los cordones al modular para no bajar corriendo al césped en apoyo de sus excompañeros. Cerca estaba Mas, con su pelambrera cada día más canosa como homenaje al segundo apellido de su padre. El cubano de Miami ya no es noticia en sus escasas apariciones mañas, porque pinta quien manda y el Manzanares tiene más influencia en el equipo del León que la vieja Florida española. Hace poco hubieran ido a rendirle pleitesía, Azcón y Chueca. Pero ambos prefirieron estar en el festival “Vive Ladino” donde vimos a la alcaldesa con su tradicional selfie junto a Mario Vaquerizo.
Con el balón vimos pocos duelos artísticos, pero el combate de cejas que disputaron, en escasos centímetros, nuestro entrenador y el colegiado fue intenso. Las dos cabezas se mantuvieron firmes, extremadamente cerca, con la mirada a la misma altura. Se movían unos labios desquiciados en una distancia tan cercana que una pandemia hubiera elevado a rango de delito. Se decían palabras y cada autoridad marcaba su propio territorio. Tanta intimidad, en público, sólo gusta si hay amor u odio entre dos personas. La fortaleza y frondosidad del entrecejo madrileño contra la finura del tiralíneas que había trazado sobre sus párpados Villalobos. El duelo no cejó y terminó en tablas capilares. Con tanta tensión Gabi echó mano de su primo. Como vestía de chándal no sabemos si acababa de llegar de la Coliseum o que iba a correr la Milla de Delicias. Lo vimos ejerciendo de entrenador, más fuera que dentro del área técnica, apoyado por Paulino. El jugador cántabro estuvo más activo por la banda fuera del campo que como extremo. La gesticulación acompasada de ambos tiene el riesgo de aparcar en el estadio cualquier avión que pase por la rasante ya que ambos brillaron como excelentes señalizadores. En el banquillo visitante, su entrenador se vistió a mano “Almada”. Por favor, que alguien le explique a este hombre que un traje azul oscuro nunca debe ponerse con corbata morada. Sería la luz del atardecer, pero con esta pinta, el duelo al sol del uruguayo le encajaba más bien como barman de taberna en el género del del spaghetti western. Aunque al finalizar el partido, se le quedó cara de enterrador de sus propios puntos. Al menos, con traje y corbata negra podría dar el pego como Tommy Lee Jones en Men in Black (1997). De esa guisa hubiera podido borrar de nuestras memorias la primera parte que perpetraron ambos conjuntos. Lo único que daba miedo del míster uruguayo era su dentadura. Abría la boca para mojarse los labios y aparecía un piano de cola dental. Entre la rabia y las ganas surgían de sus mandíbulas unas piezas que debieron esclavizar en su niñez a toda una tribu de “ratoncitos Pérez”. Esas palas interminables, se alineaban con los incisivos y molares en una historia más interminable que la de Michael Ende. Esa dentadura sólo la hemos visto en el terrorífico protagonista de la película “Tiburón” (1975) y en Richard Kiel, al que se le conocía por ese mismo mote en las películas de James Bond. Finalizado el encuentro, ambos entrenadores se intercambiaron tarjetas. Gabi le pidió a Guillermo la referencia de su odontólogo de cabecera y el míster local le ofreció al visitante los servicios de moda de Alejandro.
La ansiedad disminuye cuando te enfrentas a un rival superior, porque todo es a ganar. Si además los castellanos te imitan en la inoperancia, tienes oportunidades de llevarte la victoria. Es lo que hubiera ocurrido de haber destinado la tensión de la celebración a la intensidad de la concentración para defender el resultado. Vimos brotes verdes muy estimulantes como los de Pinilla, otros maduros como Juan Sebastián y alguno prometedor como Cuenca. Y brillaron los brotes negros con mucha luz. Un Saidu ya consagrado, antes de ser bautizado, aunque sigue su peregrinación en busca del mediocentro perdido. Y un Paul al que le sobra uniforme para tan poca chicha, pero que puede esconder más fútbol que el que muestra con su apariencia destartalada. Si demuestra tanta agilidad con sus movimientos como la que domina a la hora de domar su cabello con el mejor peinado de la categoría, tenemos razones para crecer. Todas y todos desearíamos cantarle eso de “Akoukou, koukou….palomaaaaaa”. El futuro de Gabi pasa por África porque el ghanés y el marfileño pueden hacer bueno al madrileño. Si el grupo se termina definiendo en equipo, quizás llegue a tener una señal de identidad para el futuro. Si al conjunto maño se le conoció, en los años setenta del pasado siglo, como los “zaraguayos”, por esa mezcla de brillantez propia e importada de Paraguay, puede que en breve al conjunto actual se le recuerde como “Real Zaragozou” en honor a la savia africana que tanto nos puede enriquecer. Tiene sentido que si nuestros ancestros, los primeros homínidos, provienen de ese continente, con una antigüedad de más de tres millones de años, una variante del famoso Australopithecus sea el “Futbolopithecus balonpedicus” que lleva reinando sobre este deporte desde tiempo inmemorial.
Estabilizada la cabeza, a pesar del mareo del gol del Valladolid, es el momento de aprovechar el equilibrio para convivir y no sucumbir con la ansiedad. Estos dos próximos partidos van a definir el tránsito de la temporada ante dos rivales que tienen que ser la palanca catártica que conjure a unos fantasmas que será más probable que revivan ante equipos de supuesta menor entidad que ante favoritos (que se lo digan al Huesca con su derrota del domingo). El objetivo es asentarse frente al Albacete y comenzar a crecer en Ceuta, desde el continente natal de nuestros africanos de referencia.
La imitación del aprendizaje del sábado consiste en saber que la velocidad es clave para la recuperación. Si sabemos combinar el descaro de Hugo Pinilla con la experiencia de un Kodro que apuntó maneras, hay partidos. El temor de enfrentarse a la ansiedad de ganar frenaría la estabilidad. Un equipo de fútbol sólo funciona si va en bicicleta. En el momento que deja de mirar al frente y pedalear, y se detiene para a mirarse a sí mismo, ya sea a sus nervios o a su propia celebración, el conjunto se cae. Por eso es fundamental la velocidad. Porque desvía la ansiedad con intensidad y permite utilizar esa tensión, como en el judo, en favor del equipo.