La identidad de una persona es un conjunto de características que va más allá de la suma de sus partes. La inteligencia, la herencia, el carácter emocional, lo aprendido etc. son ladrillos que nos forman. Pero la personalidad es una cualidad superior al mero añadido de cantidades parciales de individualidad que nos hacen humanos. Hay momentos en los que lo emocional centra nuestra vida. Nos enamoramos locamente, nos entristecemos lentamente o nos alegramos fugazmente. Otras veces damos vueltas a una decisión interminable, dudamos para que los demás nos resuelvan los problemas o somos incapaces de acertar con la ubicación del camino a seguir en la ruta que nos marca el mapa en el móvil, porque la flecha del camino nos contradice. Las personas no somos fuertes porque tengamos mucha personalidad. Algo que erróneamente solemos atribuir más bien a quienes tienen mala leche. La fortaleza de la personalidad se nutre de la coherencia del conjunto de sus partes y no tanto por la estridencia de una zona en particular de nuestro ego. Las dificultades en la conducta de los sujetos nos muestran personalidades que se componen de retales psicológicos. Como psicólogos, estamos obligados a remendar los trozos de cada paciente para, después, darle sentido al rompecabezas. Tras la sutura mental, procede enmarcar las piezas para que la perspectiva recobre fortaleza personal.
En las organizaciones, grupos y colectivos, el funcionamiento es similar. Las estructuras despiezadas necesitan consistencia particular para lograr que encajen con otros trozos deslavazados. Sólo así se puede reconstituir un equipo. La terapia de grupo funciona para los individuos, pero también los éxitos parciales son contagiosos para un colectivo. Si el equipo no viene a los jugadores, tendrán que ser los futbolistas los que vayan al equipo.
Algo de esto vimos en el partido del pasado domingo. Un grupo de retales sin remedio, jugó como una prenda con remiendo. Si sacamos el bisturí psicológico, la operación salió bien y, contradiciendo la frase que tanto le gusta a Ortiz Remacha, esta vez el paciente sobrevivió a su propia anestesia. Dos claves tuvo la victoria frente a los oscenses: la primera, que la afición superó al estadio. La segunda, que un jugador se impuso al equipo. Fue la primera vez en la temporada que los asistentes dominamos el campo metálico que tanto nos ha pateado. La noche dominical, los golpeos y los ánimos, domaron la frialdad de la estantería bestia de Ikea sobre la que nos sentamos.
En realidad, el partido entre el Real Zaragoza y el Huesca fue un encuentro pobre. Hubo momentos en los que nos trasladamos al futuro de una rivalidad fuera del fútbol profesional de ambos conjuntos. Vimos más combinaciones con balón en los futbolines de la Fan Zone, que sobre el césped del modular. En la previa, los accesos al campo mostraban más interés que en anteriores partidos, y los baratillos de alimentación han proliferado más que los de animación. ¿Por qué será? Quizás los precios o la necesidad de echarnos algo a la boca que no nos indigeste el bolsillo. De nuevo, DL Lagarto mantiene su abono musical, y su paciencia, con una parroquia que está más ocupada con la crisis de su equipo que con las letras enlatadas del artista.
Los presagios de mi último artículo se cumplieron. No había que ser Nostradamus para saber que ni Chueca ni Azcón se iban a atrever a compartir una noche de riesgo con sus amigos de fotografía electoral, comandados por Juan Forcén Las más altas autoridades del PP, hicieron “palconing” y se tiraron de cabeza de una posible quema que afectara sus necesitados votos.
Los jugadores llegaron al campo con el uniforme sonoro de rigor. Es decir, sus cascos inalámbricos. Unos de fino diseño y otros de llamativo aislamiento, como los que portaba Valery para cubrirse su evaporada cabellera. Pero ya al bajar del autobús vimos algo llamativo. Un jugador blanquiazul llega con unos cascos, con cable, en los que reivindica la calidad por encima de la tecnología. Sí, exactamente, era Aguirregabiria. Algo sonaba como un vinilo en estéreo. Pensábamos que era en su cabeza, pero luego vimos que eran sus botas.
Las imágenes en el vestuario reflejan la realidad de los equipos. La inseguridad de los de Sellés se ve en las taquillas en las que guardan sus pertenencias. Todas tienen su propia llave. La falta de confianza es patente. Eso sí, la ropa está perfectamente emperchada para que ninguno se equivoque de camiseta y marque en propia meta. A los del Huesca les bastan unos huecos roperos, sin puertas, y unos montoncitos con las equipaciones, para la muda de un día. Hay utilleros y utileros.
Al inicio del partido nos han acostumbrado a mirar al cielo. El dron de la policía nacional sobrevuela nuestras cabezas, pero en cuanto el balón echa a rodar sale despavorido para evitar que tenga la tentación de atacar a los terroristas del fútbol que secuestran este deporte. Menos mal que, a mitad de noviembre, la noche era de un otoño suave que ya creíamos extinguido en la ciudad del cierzo. Es lo que tiene el cambio climático. Nuestra salud corre más riesgo el resto de los días, con anormales temperaturas, que las jornadas intempestivas al fresco. Aunque al abandonar el campo nos fuimos con la sensación de que las oscuras golondrinas ya no volverán a poner sus nidos templados hasta el próximo año.
El partido lo jugó con ventaja el Zaragoza al disponer de 12 jugadores. La habilidad de juntar en una única camiseta un apellido interminable, hace que lo que son cuatro pulmones y dos pares de piernas parezcan que pertenecen al mismo hombre. Aguirre jugó como Dios y Gaviria defendió el infierno como Satanás. Este chico ya nació para jugar aquí, aunque ni él ni nosotros lo supimos hasta ahora. Nació un 10 de mayo, así que llegó al mundo con un pan zaragocista bajo el brazo, horneado por Nayim. Mientras Gaviria subía el lateral y cortaba balones, su compañero invisible se aproximaba como el tiburón de la película a las aguas medias de la zona defendida por los oscenses. La expedición para buscar El Dorado de la victoria la acometieron Aguirre y Gaviria, tal y como afrontaron la ejecución de la película, su director Werner Herzog y su protagonista Klaus Kinski. (Aguirre, la cólera de Dios, 1972). Con tesón y tensión en el rodaje y con intensidad y rapidez para alumbrar el gol como una obra maestra del fútbol. La película que dibujó el balón, desde que salió de las botas del futbolista blanquiazul, sumó la habilidad de Aguirre y la fuerza de Gaviria para entrar triunfal en la escuadra del cancerbero rival. Los que tuvimos la fortuna de ver la ruta orbital del balón empujamos, con el deseo de culminar la belleza posible en arte real. Fue un golpeo con la fuerza de su cólera, pero con la astucia de su mirada traviesa. Aguirre, la cólera del gol. No es fácil disfrutar de un Picasso en una taberna de los bajos fondos de segunda. Pero también se han descubierto tesoros en los vertederos. Psicológicamente, el equipo se sostuvo en su goleador. Futbolísticamente, en el tanto y anímicamente, en las gradas. El público pidió la dimisión de sus secuestradores societarios. Especialmente al comienzo, cuando el silencio dejó el solar auditivo a la queja. Hasta que los encargados de la megafonía contraprogramaron con decibelios el sentimiento zaragocista. Pero lo urgente se impuso a lo necesario y la victoria nos permitió hidratarnos para seguir vivos en la travesía del desierto futbolístico. Sufrimos al final, pero no tanto como el adversario. El pitido final sonó como el inicio de una nueva temporada. Lo mismo pensamos tras la victoria frente al Mirandés. A este equipo le cuesta romper rachas, hasta cuando las destroza. Frente al Eibar, comprobaremos si el último partido lo ganamos los aficionados (además de Aguirre y Gabiria) o los jugadores pusieron algo de su parte.
Los entrenadores mantuvieron perfiles muy distintos. Bolo, hizo gala de unas gafas que le identifican, aunque el jersey no le pegaba con el rostro. Su gesto, ante la incapacidad de su equipo, nos recordaba a Dani Rovira. Como el actor, lo miras y dudas de si esta anonadado o asustado ante la debilidad de sus pupilos. Mientras, Sellés se pasó buena parte del encuentro pidiendo un taxi para indicar a los suyos que siguieran al jefe y que miraran más la Luna de Aguirregabiria que a su dedo. El atuendo de Rubén, en modo Gabi, fue arriesgado. En la rueda de prensa volvió a dejar de pestañear este míster tan inamovible en sus facciones como en sus absurdos cambios. Sus labios no se dieron el placer de la alegría, pero la altura de sus orejas demostraba que este hombre sonríe a través de ellas. Tampoco había motivos para celebrar este triunfo como si nos hubiera tocado el “Gordo” de la lotería con el décimo de Aguirregabiria. Esta victoria fue un pequeño paso para el hambre de la afición, pero un gran paso, para nuestra humanidad.

