«¡Cristian, Cristian, Cristian es cojonudo, como Cristian no hay ninguno!»

«¡Iribar, Iribar, Iribar es cojonudo, como Iribar no hay ninguno!». Este cántico pertenece a la historia del Real Zaragoza, que colaboró a que la afición del Athletic, pese a perder la final de Copa contra el equipo aragonés en 1966, reconociera el excelso partido del legendario portero internacional del Athletic. Villa y Lapetra habían puesto rumbo al título con dos goles en la primera parte, pero el Txopo evitó con paradas memorables que los Magníficos volvieran a marcar. Cristian Álvarez nunca alcanzó tal reconocimiento quizás porque ha llegado a su cumbre deportiva a partir de los 32 años y porque lo ha hecho en Segunda, pero habría que replantearse si estas circunstancias impiden que pueda entrar por la misma puerta de los héroes que lo hizo el guardameta de Zarautz. Porque Cristian es cojonudo. En el pasaporte lleva el mismo sello del eterno agradecimiento, y ese documento no distingue clases ni categorías. Entonces, podemos remachar que como Cristian no hay ninguno.

En Oviedo, después de superar un proceso febril que le apartó del encuentro ante el Alcorcón, el argentino volvió a su puesto de guardia. Escribir una vez más sobre sus hazañas resulta un ejercicio ciclópeo, describir sus intervenciones en el Carlos Tartiere supone quedarse muy por debajo del relato de la realidad. Los adjetivos sobrevuelan el área creativa y no hay forma de reunirlos para construir con cierta fidelidad esas imágenes contorsionistas del argentino. La crónica habría que adaptarla a la narrativa de la fantasía porque este tipo, seguro, es de otro mundo aunque todos sus rasgos humanos digan lo contrario. Es tal su influencia y la repetición de sus poderes sobrenaturales que la dificultad de elogiarle es algo similar a lo que sucede cuando los genios crean una obra maestra insuperable y al poco la rebasan con otra superior. Queda instalarse en la sala de la admiración y esperar a que ocurra otro milagro.

Iribar vestía de negro y en aquel fútbol en el que competía con el ruso Lev Yashin por el dominio del planeta de las portería, su campo de acción se restringía a permanecer bajo los tres palos. Intimidaba a los delanteros con su estampa de ángel volador, inalterable y sobrio, sin más adorno en su repertorio que parar lo imparable. No había en el guipuzcoano un gesto de más que extender las ramas de sus brazos para atrapar el balón. Cristian pertenece a otra escuela y a otro tiempo, pero hay un lazo atemporal que los une: el de hacer de su misión un sacerdocio rutinario y discreto, despojados de toda vanidad. Porque ambos estudiaron para evitar al diablo, a la tentación de gustarse en el espejo después de una parada para la historia. Porque la historia de los porteros es la más efímera si se concede un solo segundo al narcisismo. Por eso, la de Cristian, como fue la de Iribar, es cojonuda en este Real Zaragoza.

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