Cuentos zaragocistas: ‘Nacho y el sueño del recogepelotas’

Cuentos zaragocistas es un proyecto que acaba de nacer y que persigue que los aficionados del Real Zaragoza se sientan aún más cerca del club, integrados al publicar sus experiencias, sus sentimientos acumulados en años de fidelidad, en forma de relatos muy personales. Los protagonistas son reales aunque alguna de las historias se desarrolla en clave de ficción. Distintos seguidores se han acercado hasta esta web para que redactemos sus vivencias y se las enviemos como recuerdo de quienes son el auténtico pilar de la historia, la afición. Si quieres sumarte a esta iniciativa sigue la cuenta @alfonherndez (o suscríbete en esta web y coméntalo) y dinos en privado cómo y de qué forma y extensión deseas tu relato personalizado. Hoy subimos el cuento Nacho y el sueño del recogepelotas, donde su protagonista vive un partido trascendental como entrenador de la primera plantilla. En las próximas semanas añadiremos otros testimonios muy especiales.


Nacho y el sueño del recogepelotas 

 
Fui a La Romareda por la mañana. Quería estar solo, saborear los silencios del viejo campo, caminar por la hierba y escuchar mis pasos. Nunca antes lo había hecho, pero aquel día necesitaba abstraerme en mí mismo. No había sido una temporada fácil. En junio la ciudad se puso en pie de guerra cuando la directiva, con tan solo 23 años, me eligió como entrenador del Real Zaragoza. Ni la prensa ni la afición lo entendían. A mí, a fuerza de ser sincero, me costó asumirlo también, pero acepté el reto, enfrentarme a un sueño hecho realidad, a un vestuario profesional donde la mayoría me superaba en edad, con futbolistas de carácter y experiencia, en un mundo de presiones y tensiones como jamás había imaginado. Recuerdo que en los primeros días, los jugadores bromeaban, me trataban como a un chico que no duraría demasiado en el banquillo. Nunca busqué el enfrentamiento, al contrario, dejé que me fueran conociendo, que descubrieran que estaba capacitado para dirigirles. Método, trabajo y un plan. Mucha convicción y ni una sola duda para tomar decisiones incluso cuando los resultados se torcieron en una primera vuelta que nos dejó a tres puntos de los puestos de descenso, episodío que superé con tan solo la plantilla a mi lado. Sabía que reaccionábamos o vivía mis últimos días en el cargo.
 

La Romareda sin alma sobrecoge. Me quedé en el centro del campo y ausculté las gradas, imaginándolas horas después. Estábamos a un solo partido del ascenso, pero teníamos que ganar, además al Huesca, y ya se sabe que este tipo de encuentros de pasiones vecinales se juegan en otra dimensión. Regresé al hotel, comimos sin mucha conversación alrededor de la mesa y les di la charla técnica. Focalicé casi todo en mí, en mi ilusión, ahora sí, en mi juventud, y le expliqué que este deporte todos somos niños y que, en momentos como ese, deberíamos jugar con libertad, sin ataduras, sabiendo que Zaragoza estaba pendiente de nosotros y que iba a estar a nuestro lado como el padre conduce al hijo en sus primeros pasos en al vida. El público nos transmitiría fortaleza en el encuentro y había que gestionar ese factor para sentirnos arropados, no como una sobrecarga mental.

 

De regreso al campo, miles de seguidores nos acompañaron por las calles sin que el autobús apenas pudiera avanzar con ligereza. Todo transcurrió rápido y antes de darnos cuenta, los dos equipos estaban sobre el césped bajo una lluvia torrencial. La Romareda rugía como nunca y entre el bullicio, ls cánticos, los tifos y una optimismo desenfrenado, pude disntinguir a mi familia y a Alberto, Pablo, Néstor e Iván, mis amigos. Les hice un gesto de complicidad y la pelota echó a rodar. El Huesca, que no se jugaba nada, nos acosó durante la primera media hora, y dispuso de ocasiones para adelantarse, muy claras. Chimy Ávila y Cucho Hernández tenían apetito, y Melero obligó Cristian a una intervención prodigiosa. Noté que mi estómago era un nudo aunque me negué a dar la menor señal de nerviosismo. Y ya entrada la segunda parte, sin oportunidades y en medio de una batalla equilibrada, el gol de Javi Ros. Creía que el cielo se había partido en dos cuando marcó. Zapater, Febas, Borja Iglesias…. Todos acudieron en busca de Ros con el el gesto desencajado de felicidad, con La Romareda derrumbándose sobre sus héroes. Habíamos vuelto a Primera. Lágrimas, gritos, abrazos, celebraciones colectivas e individuales… Champán bajo la lluvia.

 

Al apagarse las luces del estadio, volví de nuevo solo al terreno de juego. Paseé respirando profundo y satisfecho. Se me acercó un recogepelotas que se había quedado rezagado y me dijo: «Oye chaval, me puedes acercar ese balón». Lo reconocí: era yo hace diez años.

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