Voy a ser lo más breve posible con la operación Romareda. En primer y último lugar porque los políticos como tales nunca me transmiten confianza, ni los buenos ni los malos. Una vez que el personaje se eleva por encima de la persona con la inflexible ballesta de la ideología, pierde la credibilidad que otorga la libertad del pensamiento como individuo. Se hace así reo del ansia de poder o de la perspectiva unilateral, o de ambos carceleros. Lo que está ocurriendo desde hace décadas con el estadio de fútbol Zaragoza, una edificación que ha perdido los mínimos de utilidad, salubridad y seguridad para el público, convive con el escándalo y la falta de decoro ciudadano. Da igual qué partido o qué siglas se han postulado para reconstruirlo o reformarlo como herramienta de captación de socios o quiénes han recurrido a la vía legal para evitar las puesta en marcha de las obras. En ambos casos, La Romareda ha sido utilizada como arma ofensiva, no como una cuestión de interés general que necesita consenso sin obviar, y esto es fundamental, la máxima transparencia de sus proyectos, por ahora demasiado turbios, inconcretos y con un reconocible tufo a cadena de favores. «Un tonto es la persona que nunca cambia de opinión», dijo en una ocasión Winston Churchill. Y, desgraciadamente, la política aragonesa a nivel consistorial o gubernamental está trufada de tontos, de seres rígidos que son incapaces de hallar la fórmula correcta sin levantar sospechas o verlas donde no existen. La inseguridad jurídica no es el principal problema para que se haya producido el enésimo fracaso, sino la urgente avaricia de unos y la oposición de los otros cuando han estado en una u otra orilla. Una sociedad mixta puede ser el camino menos abrupto por el que los mentecatos dejen de de serlo de una vez y el la capital aragonesa disponga de una construcción que enriquezca por encima de todas las cosas a sus habitantes sean o no fanáticos del Real Zaragoza.