La sábana santa de Víctor Fernández

Víctor Fernández se ha cubierto con la sábana santa del mesías que llevará al Real Zaragoza a Primera. Así, el técnico ha adquirido un aval que le permite transitar por esta temporada sin tribunal alguno que pueda enjuiciar su labor, que consiste en que el conjunto aragonés se salve para armar un proyecto cuyo único destino es el regreso al paraíso perdido. Su misión no es de este mundo aunque en los dos partidos que ha dirigido al equipo se haya comprobado que, con una plantilla del montón, es tan terrenal como Fran Escribá o Julio Velázquez. La burbuja mediática y su propia aura actúan de escudo porque en tan sólo un par de jornadas no es de recibo sacar conclusiones, pero en este corto espacio de tiempo los futbolistas y Juan Carlos Cordero han recibido los palos que se han ganado sin que el trabajo del entrenador haya sido cuestionado por nadie. Si otro técnico cualquiera, con menos perfume histórico, hubiese perdido y empatado dos auténticos tostones sin aportar un ápice de alegría al fútbol, sin marcar un sólo gol y saliendo a la rueda de prensa para decir que «Moya ha sido de los jugadores más brillantes en los 90 minutos», algo tan obvio como «vamos a sufrir ni no tenemos más veneno en las acciones», «hemos crecido mucho durante el partido» o, en la actual tesitura, «íbamos a intentar ganar, pero si no puedes ganar, nunca hay que perder», algún bofetón crítico, aunque fuera de perfil, ya se hubiese escuchado este lunes.

Las voces tiemblan, los pulsos también cuando se entra a valorar en los foros oficiales qué es lo que realmente está aportando. Gran parte de la afición, no toda, le adora por lo que fue y por lo que, supuestamente, será. Víctor se ha metido en este lío porque lo ha buscado y le han promocionado aprovechando la fisura de una crisis y porque Sanllehí y Cordero necesitaban apaciguar e ilusionar a una hinchada que les tenía encañonados. Aun así siguen en la diana, con bastante peor futuro para el director deportivo, atrapado en un callejón sin salida por su mala gestión de los mercados, sobre todo el de invierno, y porque el curso que viene le espera un papel secundario en la confección del equipo siempre y cuando la propiedad cumpla con otorgar al técnico poderes mayores para participar en esa construcción, algo todavía por certificar, al igual que la salvación matemática. Por muy zaragocista que se declare, por muy conocedor de la casa que sea y por muy altas que sean sus miras, al final, como bien dijo él mismo, son los futbolistas quienes cocinan la gloria de los entrenadores. Y estos no van sobrados precisamente de materia prima ni de condimentos para contrarrestar la amargura de un menú indigerible al que desde el banquillo tampoco se le añade un gramo de azúcar.

La idea con el tercer cambio en la banqueta era que el Real Zaragoza se contagiase de Víctor Fernández, que aun con el pesado lastre de las múltiples limitaciones, el nuevo-antiguo y querido entrenador aportara el glamur de su fama y de sus conocimientos. Ha metido a Mouriño de lateral, a quien en el parto ya le bautizaron como central para toda la vida, con Gámez y Zedadka de turistas en la citación; ha entregado galones al trivial Moya, sacador sin fortuna de faltas y córners y centrocampista de flemático repliegue, y le ha dado todo el cariño posible a Bakis para en lugar de recuperarse en el gimnasio con el fisio lo haga en el campo minuto a minuto, a fuego lento, sin prisas y sin goles. Por lo menos ha devuelto a Francés a su sitio y, forzado por las circunstancias, se ha animado con Adrián Liso, un juvenil que en Anduva se dejó el alma junto a una procesión de pálidos cadáveres. Víctor Fernández bucea, perfora y escudriña protegido por un seguro de vida a prueba de bombas: la venerada sábana santa del pasado, antibalas contra el presente y pasaporte para resucitar a Lázaro. Un mal resultado contra el Tenerife crucificará una vez más a Cordero y a los futbolistas. Faltaría más.