La vida es una hipoteca que nunca terminas de pagar. Estás a préstamo todos tus días y cuando te das cuenta, la muerte te desahucia por muchos impuestos del dolor que hayas pagado. Pero no aprendemos a disfrutarla y nos cuesta defenderla. La culpa de esa soberbia de producto imperecedero la tiene la buena salud, un estado ingobernable que sólo reconocemos cuando la perdemos. Entonces vienen las lágrimas, los miedos, las lamentaciones y la traca de ánimos para seguir luchando, porque nos debemos comportar como héroes, como ejemplos de la resistencia humana y objetos de admiración que colocar en la estantería de los trofeos o en el de las fotografías de las almas perdidas.
La enfermedad se presenta como millones de caretas pero sólo tiene un rostro. Ayer lo vio Jorge Gaya, un atleta aragonés que falleció de ELA. El pasado mes de marzo, el Congreso de los Diputados expresó su apoyo a la Ley de ELA (esclerosis lateral amiotrófica) propuesta por Ciudadanos, en la que se reconoce el 33% de grado de discapacidad para los pacientes desde el diagnóstico de la patología, así como una atención preferente y la posibilidad de acogerse al bono social eléctrico, en aquellos casos avanzados que necesiten de uso de ventilación mecánica invasiva o no invasiva. Es un pequeño avance, pero vamos muy tarde y muy lento. Y mal enfocados con los tantos por ciento. Se ha desperdiciado tanto tiempo que este mal consume con voracidad y se ha despreciado tanto a todos los afectados por su condición de irreversibles que estos gestos políticos arrastran una insuficiencia monumental.
Todas las dolencias tienen su historia, y no es cuestión entrar en una escala de valores, pero tras la máscara de la ELA, además de la muerte cohabita la mayor de las crueldades, que consiste en ir extinguiéndote en vida sin esperanza alguna. Un día te levantas, algo no va bien, y comienzas a apagarte en meses o en algunos años, depende de los caprichos de la naturaleza. Seamos más didácticos: las células nerviosas (neuronas) motoras se desgastan o mueren y ya no pueden enviar mensajes a los músculos. Con el tiempo, esto lleva a debilitamiento muscular, espasmos e incapacidad para mover los brazos, las piernas y el cuerpo. La afección empeora lentamente. Cuando los músculos en la zona torácica dejan de trabajar, se vuelve difícil o imposible respirar. No hay cura, solo tratamientos paliativos que poco consuelan al cuerpo y menos al espíritu.
Si ese infierno no es suficiente, se abre otro paralelo, el de la impotencia al ser testigo recluido de cómo familiares y amigos se dejan la piel y el corazón por acompañarte en esa travesía con todo el amor y complicidad del mundo. También con una considerable aportación económica particular y en muchas casos insostenible para muchos hogares. Dentro de esa cárcel física, sufres observando esa procesión de luchadores por ti, de guerreros sin más herramientas para esta guerra que golpear a diario las puertas de las instituciones y de la sociedad para que comprendan la magnitud de la mayor de las soledades. Porque además del reconocimiento de la incapacidad absoluta desde el minuto 1, esos ejércitos entre los que destaca ARAELA, exigen un incremento sustancial en Sanidad para la investigación, para que cuando alguien sea diagnosticado de ELA sepa que existe un tratamiento, un motivo para creer de verdad.
Mientras los gobiernos se miran el ombligo como si hubiera cuestiones más preferentes, personas como Jorge Gaya o antes Sergio Pina han sido desalojados de este mundo para convertirse en abanderados de la visibilidad de la ELA, pero sobre todo de la ignominia que supone archivar su sufrimiento y el de todas las personas que padecen la dolencia en un cajón accidental. Lo más importante de la vida no es la salud, sino la posibilidad de conservarla con calidad cuando su hipoteca se encarece de repente. Que lo hará en algún instante sin previo aviso. Menos mártires y más medios. Por ellos, por nosotros aunque hora mismo nos sintamos estupendos de la muerte.