El Real Zaragoza en el imperio del gol

E

l Real Zaragoza de JIM y Torrecilla busca el gol debajo de las piedras del siempre siniestro mercado de invierno, donde el filete de vaca vieja se vende a precio de chuletón de buey. Necesita muchas cosas este equipo para evitar un descenso que le amenaza con mandíbula de caimán. Sin duda, lo que más echa en falta, después de los fracasos de El Toro Fernández y de Vuckic pese a que el técnico insista en el uruguayo y el charrúa le responda con idéntica nulidad atacante, es el gol, por ahora asunto exclusivo de Narváez. Por el museo de la memoria zaragocista, es inevitable en estos momentos, se pasean las figuras de Marcelino, Murillo, Pichi Alonso, Diego Milito, Esnáider o Milosevic, delanteros representativos de un equipo que para sobrevivir, destacar o brillar siempre ha dependido del acierto en la elección de los artilleros, con una especial intuición y habilidad para conseguirlos.

 

La vez que reino en el imperio del gol fue, sin duda, en la temporada 1993-1994, cuando consiguió lo que nunca antes y después ha logrado, 71 dianas en un solo ejercicio. Lo espectacular de aquella metralleta con el dedo de Víctor Fernández en el gatillo fue que marcaron todos los titulares y sus más ilustres reservas en una comunión perfecta de una plantilla perfecta cuando apuntaba a la portería rival, ganadora de la Copa ese mismo curso y camino de la Recopa de París. Sus cuatro jinetes del Apocalipsis, Poyet (11), Higuera (12), Pardeza (5) y Esnáider (13) firmaron 41 goles (46 hicieron en la 95). De los habituales, no hubo un solo futbolista, Cedrún al margen, que se quedara sin ver puerta. Los laterales Belsué (3) y Solana (2): los centrales Aguado (2) y Cácares (1); los centrocampistas Aragón (7) y García Sanjuán (1). Con menos minutos Gay rubricó 7, a quién acompañaron Nayim (2), Darío Franco (2) y Moisés (2). Nadie quería ni podía desvincularse de un bloque explosivo, de fija mirada vertical que jamás miraba hacia atrás en un bombardeo constante. Viajaban en la cresta de la ola y surfeaban hacia la orilla que les reclamaba su instinto depredador, su apetito por la pura diversión

 

Los partidos un arranque complicado, los partidos comenzaron a sucederse como fiestas multitudinarias, como orgías futbolísticas con La Romareda como altar donde siempre se ofrecía magníficos sacrificios al fútbol. La afición se dirigía al templo apostando sobre la cantidad de tantos que iban a disfrutar. Un 6-2 al Tenerife fue la antesala del terremoto de felicidad que iba a sacudir el resto de la temporada, un seísmo que tuvo su epicentro en Lérida, donde coincidieron para siempre jamás en la alineación, por ausencia aquel día por sanción de Aragón, la Santísima Trinidad zaragocista: Higuera, Pardeza y Esnáider. 4-1 al Rayo, 3-0 al Sporting, 3-0 a la Real Sociedad y el 13 de febrero, 6-3 al Barcelona en uno de los encuentros más bellos que destacan no solo en el álbum zaragocista, sino en el la Liga de todos los tiempos. El Negro Cáceres cruzando el cielo y el infierno para inaugurar el marcador como un ángel exterminador; Gay, Esnáider en dos ocasiones, Higuera y Poyet acallando los dos tantos de Romário y el de Laudrup en un intento baldío de aproximación en el marcador, con Johan Cruyff asistiendo atónito a la lapidación de su equipo.

 

El 0-4 al Atlético de Madrid en el Manzanares no fue menos sonado. Esnáider indicó el camino y Belsué, que ya se había estrenado con el Sporting (al que también fusilaría en la vuelta en El Molinón), aumentó las diferencias que luego ampliaron Aragón y García Sanjuán. Después de sacudirle duro al Celta (4-1) y al Sporting en Gijón (0-3), el brindis se produjo en el último encuentro. Se presentó el Real Madrid un puesto por encima en la clasificación, cuarto, y fue abatido por un 4-1 del Real Zaragoza en otro partido memorable que los blancos se prometían feliz cuando Míchel materializó una pena máxima (luego en el minuto 90, fallaría otra). Moisés empató en la segunda parte y Aguado, Higuera y Poyet subieron al conjunto aragonés al podio del campeonato en el tercer cajón, solo por detrás del campeón Barcelona y del Deportivo de La Coruña.

 

Ese equipo era un torbellino incluso en las derrotas, una poesía de futbolistas con alma de delanteros. En el Bernabéu, el Madrid venció por 3-2 en la exhibición del Paquete Higuera, de quien se recuerda una vaselina curva que contrajo las cervicales de Paco Buyo y sembró de asombro el santuario blanco. O aquel 5-3 en Tenerife, un partido volcánico de ida y vuelta e intercambio de golpes constantes que Dertycia desequilibró con un par de dianas en los dos últimos minutos… No ha habido nada igual que aquel Real Zaragoza que se lanzaba a tumba abierta a por el gol en cualquier circunstancia, sin tener en cuenta el tamaño del enemigo o su fama. A balazos y sin chaleco de protección. Qué generación de valientes.

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