Tuvo el Real Zaragoza ocasiones para haber logrado una victoria más holgada, al margen del penalti fallado por Alegría que le hubiera dado paz espiritual en un partido infame para el espectador, pero el encuentro iba por otro lado, el de las rarezas múltiples. Zapater, Eguaras, Chavarría, Sanabria, Francho, Bermejo… De los delanteros ni hablar. Todos, menos sus punta de lanza, estuvieron cerca de marcar frente a un Lizoain que fue el héroe menor de su equipo, de un Mirandés abrumador en el gobierno, muy lindo por todo el estadio menos en el área de Cristian, donde apenas llegó para saludar al portero. Los burgaleses realizaron un ejercicio impresionante de posesión (70%) y de estilismo frente a un rival que perdió de vista el balón del primer al último minuto, que vivió y sobrevivió casi en exclusiva de sus centrales. Peybernes adelantó al conjunto de Juan Ignacio Martínez muy pronto, a balón parado, de córner de Bermejo, entrando muy decidido con el ombligo por delante, con la ilusión de debutante juvenil. Luego se unió a Jair, colosal destructor y líder omnímodo de una defensa que con sus angustias y problemas se rebeló contra el invasor. Porque el Mirandés fue eso, un ejército de animosos tenientes recién licenciados con más calidad que experiencia que tomó La Romareda sin apenas resistencia, pero que a la batalla definitiva acudió con una pistola de fogueo frente a un Zaragoza más curtido para lo que solicitaba la ocasión, que era ganar por lo civil o lo criminal. Vencer como sea no es un buen argumento, y en realidad esos tres puntos que permiten al equipo de JIM alejarse del muro del descenso los conquistó el mejor, no el más elegante. El fútbol, de una forma u otra, premia a quien lo honra sea con hermosos tesoros o, como fue el caso, el sacrificio sobre un altar rústico pero muy efectivo. El triunfo lleva a la redención.
Para encontrar a un jugador destacado en el Real Zaragoza, casi ni con lupa. Jair sin duda y, muy cerca de su poblado inaccesible, Zapater. El capitán, pese, a que recordó esta semana que le dicen que no se va sin aceite, interpreta como nadie a un Astérix otoñal, a un salvaje defensor de la patria zaragocista por encima de su salud. Su rostro al retirarse en la segunda parte era el del solitario ciclista que sella la escapada con la mirada ausente de gloria y culminada de agotamientos, pero con un último aliento para Francho cuando le tomó el relevo. Zapater se presentó dos veces en el área del Mirandés con intenciones amenazantes, peleó entre el bosque de faunos que jugaban con burla a pasarse el balón y le dieron en el cuerpo tres pelotazos, en esa armadura que arrastra con dignidad pese a que el aceite hirviendo le queme los pulmones de aragonés en las trincheras de una carrera agonizante y merecedora de algún verso homérico. Sin embargo, de este partido nada pasará a la historia, si acaso el resultado por lo que pueda tener de trascendente para la salvación que aún se persigue.
La cuestión principal era desafiar la lluvia de flechas del Mirandés, respirar bajo las heridas e impedir que el enemigo tomara el marcador. Robar y correr en una guerra de guerrillas que el equipo de José Alberto no supo cómo contrarrestar. Se presentó a las puertas de la victoria y llamó con aldaba de plástico. Le salió a recibir Jair con espada de sangre, y a su lado un Real Zaragoza con piedras de sílex y algún que otro utensilio punzante como los contragolpes. Peybernes de Toulouse, Jair de Lisboa y Zapater de Ejea de los Caballeros… El Imperial Mirandés perdió el águila frente a a la fuerza sobrehumana de Astérix, que en el caso del Real Zaragoza fue la convicción, una pócima mágica cuando juegas a diario con los peligros.