Cuando celebras hasta la muerte

Los actos festivos en el Real Zaragoza se clausuraron coincidiendo con el último descenso a Segunda. Sólo se mantuvo el ascenso como motivo exclusivo para descorchar el champán, como corresponde a un club de la categoría del aragonés, un clásico de Primera División, de la Copa, de conquistas internacionales, de partidos para el museo de la retina y de jugadores eternos en el salón de la leyenda del fútbol. En el encuentro de Copa ante el Sevilla hubo un detalle de la profunda desorientación o desinformación de algún sector de las nuevas generaciones de aficionados, que perdiendo 0-1 regalaron olés a alguna jugada aislada del equipo de Juan Ignacio Martínez. No es un asunto grave, pero sí significativo de que los nueve años en Segunda han construido un marco de complacencia e impotencia que está devorando el ejemplo del pasado como única esperanza hacia el futuro. La mayoría de los debates o de las teorías, populares o mediáticas, de por qué se ha llegado a este punto desembocan en la compresión hacia una economía maltrecha, un estado por lo visto se debe aceptar como purgatorio de las gestiones de propiedades que han dilapidado el patrimonio o ignoran como recuperarlo. Los corners y las faltas directas provocan en no pocas ocasiones el éxtasis en la grada, cada vez más próxima al oleaje del mar muerto. El Real Zaragoza lo ha perdido todo, hasta la alegría. Y peligra la dignidad.

La página web del club se congratula del punto en Ponferrada en un pequeño reportaje que titula: «La portería a cero volvió en uno de los campos más complicados de LaLiga SmartBank». Luego, en el cuerpo de la información, explica la supuesta hazaña. «El Real Zaragoza volvió a dejar su portería a cero tres jornadas ligueras después. Los de Juan Ignacio Martínez empataron a cero en El Toralín y recuperaron una de las claves para el crecimiento del equipo desde la llegada del entrenador alicantino. La Sociedad Deportiva Ponferradina, que venía de seis partidos ligueros consecutivos marcando gol en su feudo, no pudo perforar la portería de un excepcional Cristian Álvarez, quedándose sin ver puerta en su casa por segunda vez en toda la temporada». Al ser un medio oficial, es comprensible que vea siempre la botella medio llena aunque dentro no haya, como ocurre, una sola gota de líquido. Aun así, se trata de una torpe demostración de sensibilidad, de una perspectiva cierta aunque inoportuna: no elogia los goles marcados, sino que sin argumentos para decorar la pobreza de felicidad aplaude no haber recibido por fin un tanto en contra. Ciertamente, es un atentado contra la inteligencia de sus lectores, un mensaje que tiene el efecto contrario al que busca y que hace de su lógica subjetividad un ejercicio de máxima estupidez.

Muy pocas personas de las que actualmente forman la estructura del club merecen estar en el Real Zaragoza. Y afecta a toda la pirámide sin excluir a gran parte de la prensa ya sea afín al régimen o no, con una crítica de guante blanco y palabras altisonantes pero huecas que se limita a retratar el caos sin comprometerse como elemento de presión e influencia. La afición de los olés necesita como referente de opinión un periodismo fiero, sin intereses personales o empresariales, libre de amiguismos tóxicos y anacrónicos. Que no hace falta que sea zaragocista pero sí profesional, honesta y respetuosa con la verdad. Y la verdad es que este equipo que enamoró por todo y enamora por lo que fue, es una auténtica desfachatez, un nido de mediocres directivos y vulgares responsables deportivos que celebran hasta la muerte porque, como están de paso por este valle de las sombras, saben que no será la suya. Sólo resta vestir las derrotas de victorias y exponerlas en el burdel de las grandes conmemoraciones con la ignominia disfrazada de cateta pertenencia. Merece la pena luchar por el Real Zaragoza, pero ni los silencios ni los susurros ni el inmovilismo son las mejores armas para hacer el suficiente ruido en esta guerra de los diez años.

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