El arcángel Gardel

Apocalipsis 4:5

Del trono salían relámpagos, voces y truenos; y delante del trono había siete lámparas de fuego ardiendo, que son los siete Espíritus de Dios.

Dicen que hoy es el cumpleaños de Juan Eduardo Esnáider, el 48. No estoy tan seguro. Quizás coincida con la fecha que le descubrimos entre nosotros, a su efigie humana, pero en absoluto la edad que corresponde a su verdadera identidad, la del perpetuo arcángel Gardel. Los misterios de Dios y del Diablo circulaban y combatían por las venas de este delantero que en el Real Zaragoza halló su particular paraíso, un hermoso infierno donde jugar en eterna combustión con otras leyendas que encendían su corazón y su espíritu indomable. Su belleza, su forma de interpretar el fútbol, era salvaje, íntima. Sus incendios consumían por igual a defensas rivales que a compañeros que no alcanzaban a comprender alguno de su gestos. Intolerante hasta consigo mismo y ganador en esencia, no hubo nadie capaz de domesticar semejante creación de la naturaleza del deporte. Sus goles llevaban su firma, un envoltorio de fantasía, de ira, de imaginación, y La Romareda vendía su alma sin precio alguno, regalada si era necesario, por verle cada partido con otras divinidades a izquierda y derecha de su trono, Higuera y Pardeza. El gol de París que Nayim dejó en un segundo lugar en el museo de las grandes finales, culminó su estancia entre los mortales. En el festejo no dejó que nadie se le aproximara. Sus ojos abrasaban de una felicidad indescriptible, inhumana, y en la carrera que emprendió hacia algún lugar del universo, apenas dejó que se añadiera alguien. En su mirada navegaban el génesis y el apocalipsis, y se escuchaban trompetas mientras extendía la mano como frontera a cualquier acercamiento para adorarle. Quería estar solo, disfrutar solo, bailar solo. El artista, el arcángel Gardel.

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