Empate diabólico

El punto arrancado de El Toralín gracias a las intervenciones de un Cristian renacido y a la inoperancia ofensiva de una Ponferradina que sin púrpura futbolística pareció por momentos de otra galaxia en comparación con el Real Zaragoza, aparca la sucesión de derrotas pero confirma que el conjunto aragonés va a tener que poner mucho empeño para salvarse. Los seis puntos de distancia con el coche escoba de la clasificación establece una distancia como para, de momento, no caer en la histeria, aunque si algo dejó claro este encuentro por si quedaba alguna duda es que el equipo de Juan Ignacio Martínez es un auténtico espanto y que no sabe jugar, ganar ni golear. O que si algún día supo cómo hacerlo, la amnesia ha invadido por completo esa memoria. El empate, dadas las circunstancias, hay que tomárselo como un mal menor, una invitación diabólica si de él se extrae otra conclusión que no sea la de fijar de inmediato dentro y fuera del vestuario el objetivo de la permanencia.

Sumó después de tres encuentros consecutivos sin hacerlo. Y no encajó un gol. Incluso dispuso de un par de ocasiones en los pies de Borja Sainz y Chavarría como para haber reabierto el baúl de los milagros de Juan Ignacio Martínez. Nadie, sin embargo, pondrá a enfriar el champán después de semejante pesadilla de partido. Salvo las manos salvadoras del portero argentino y la constancia de Borja Sainz por ofrecer con suerte dispar algo distinto, el resto del equipo escenificó que la crisis de identidad sigue más vigente que nunca. Balonazos en largo como mejor argumento estratégico; un dilatada colección de imprecisiones y de errores no forzados y un equipo indefenso arriba y abajo con un centro del campo paquidérmico. El Real Zaragoza jugó solo a la ruleta rusa con varias balas en el cargador, pero después de 90 minutos disparándose a la sien, salió por su propio pie de ese desolador espectáculo.

La Ponferradina arrancó arrolladora frente a un rival encogido. Se entretuvo, se divirtió y acabó leyendo sin el premio del triunfo el final de la fábula de La libre y la tortuga. Todo lo que puso de interés y variedad para afianzarse como aspirante al ascenso impactó contra el caparazón del Real Zaragoza, blando pero suficiente para soportar los disparos enemigos y los amigos. Para soportarse a sí mismo. Cuatro encuentros, 360 minutos sin marcar al margen de la cita de Copa ante el Sevilla. Aproximaciones al área contraria sin ningún fuste asociativo, por impulsos individuales. Y cuando se vio o intuyó un rayo de luz, el entrenador decidió quitar a su futbolista más afilado, el único que podía exorcizar a sus compañeros, Borja Sainz. Metió a Zapater para luego doblar la banda de Chavarría con Nieto y cambiar Álvaro por Adrián. Ni Dios entendió muy bien esos movimientos que empezaron con un Puche con más vida que el inerte Bermejo. El diablo sí: JIM interpretó el empate como un resultado divino.

 

 

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