Un día cualquiera empezamos a ser de Daniel Lasure y al otro dijimos que ya no era jugador para el Real Zaragoza. Lo alabamos por canterano de toda la vida, por coger carrerilla en la titularidad y no abandonarla en el equipo de Natxo González que se embaló hacia el playoff de ascenso y después dudamos de su auténtico nivel. Una tarde fue el lucero del alba y una noche sufrió el eclipse de las cesiones. La enfermedad nos lo ha devuelto liberado de superlativos para lo bueno, lo malo y lo regular, despojado durante un tiempo del aura del deportista profesional, recogido en la humanidad que le distingue por encima de todo. Esa imagen cierta de buen chico, buen amigo y buen hijo es lo que, de repente, se eleva frente a la sacudida de la vida, frente al examen que le exige su cuerpo esta vez para recuperar la salud. La avalancha de cariño que está recibiendo desde que se le informó del diagnóstico viene avalada por la verdad, por su autenticidad. En este punto se han encontrado para estrechar sus emociones y entregarle su corazón quienes le encumbraron y aquellos que le situaron en la llanura. Su regreso a la normalidad empieza con esa victoria, lo que le asegura una ventaja monumental para el partido de vuelta. La juventud, la gran estrella que va a guiarle si tiene algún momento de duda, juega también en su equipo, donde además va contar con la cobertura de su familia y de la medicina que sabe cómo atajar y despejar una dolencia más aparatosa por su nombre que por su perjuicio. Lasure releerá sin poesía el porqué de las cosas y se hará preguntas. Y un día cualquiera, cuando se ate de nuevo las botas, sus simpatizantes y sus detractores cabalgarán otra vez por separado, como tiene que ser en este viaje de aparente incongruencia y una cosa segura: lo importante es todo lo contrario de lo que pensamos. Aunque si pensamos en Daniel, descubrimos que lo importante son las personas que, al igual que él, se distinguen por su bondad.
Lasure y lo importante de la vida
