Pedro Longarón, el aficionado eterno en la inmortal Romareda

El pasado 20 de octubre, Rafael Longarón recordaba a su padre en su cuenta de Twitter. «Hoy hace 2 años fuimos a ver a tu Real Zaragoza y ya no volviste, mas te quedaste para siempre en nuestra vieja Romareda. Te echamos de menos papá». Su padre era Pedro Longarón, un cincovillés de Luna que llegó a Montañana en 1964 para hacer la mili. Empezó a trabajar en la papelera y se enamoró del Real Zaragoza con una pasión incombustible que le acompañó hasta el último día. Aquella tarde de otoño fue al campo con su hijo y su nieto mayor, Iván, para ver el partido contra el Mirandés. Posó su cabeza en el hombro de Rafael, le dijo que le dolía, «que le quemaba» y se fue apagando. La ambulancia se presentó rápido, fue traslado al hospital… Ya no volvió. Su alma, 42 años después se había quedado para siempre en esa localidad, en el corazón del templo zaragocista para seguir disfrutando con Lapetra y Arrúa, sus grandes ídolos, con Los Magníficos y Los Zaraguayos… Con el mítico encuentro en Leeds y otros relatos que iluminaron su hogar casi a diario.

Pedro había pastoreado con su padre en Luna desde muy niño en una época en la que el entretenimiento consistía en trabajar de sol a sol en todo lo que fuera posible.  Así que aún muy joven, a principio de los sesenta y tras dejar el Cetme y el uniforme en el cuartel tras cumplir el servicio militar, juró fidelidad eterna, y la cumplió, al Real Zaragoza. En 1977 decidió  hacerse socio y  confirmar la famosa cita del escritor uruguayo Eduardo Galeano. «En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol». Con la camiseta del equipo iba al campo encuentro tras encuentro con ese sentimiento de arraigada pertenencia que, en cuanto pudo, trasladó a su hijo. «Me acuerdo del primer día que me llevó a La Romareda», cuenta Rafael. «Era en 1981 (el 28 de noviembre hará 40 años). Yo tenía 11 años y jugábamos contra la Real Sociedad, que venía como campeona de Liga. Ganamos 3-2 con dos goles de Valdano y uno de Amarilla».

Ese lazo de sangre se estrechó al máximo con la complicidad del Real Zaragoza. Ambos fueron uña y carne en su íntima historia familiar. «Yo me cabreaba mucho y él me decía: ‘Chico, tranquilízate que te va a dar añlgo’. Echo mucho de menos esa frase». Unidos por ese fino e indestructible cordón umbilical viajaron a las finales de Valencia, del Calderón, de La Cartuja, –«A Montjuïc yo no pude ir–, y, cómo, no a París con la Peña San José. «Encontramos entradas por los pelos y nos llevaban de un lado para otro por el Parque de los Príncipes como ganado, como decía mi padre, hasta que al final nos dejaron detrás de una portería, de pie». En la segunda parte les daba la espalda David Seaman, el portero del Arsenal. Allí vieron caer algo del cielo que había despegado de la rampa de lanzamiento de Nayim. Fue cayendo el artefacto hasta colarse en la portería. «Lo celebré con tanto entusiasmo que me fui hacia atrás y pisé a un gendarme que ni se quejó ensimismado por el gol que acababa de ver».

Pedro, Rafael y luego se unieron al equipo Iván y Rubén. «Yo soy abonado desde 1990 y a mis dos hijos los hice nada más nacer. Y hasta hoy». El abuelo ya no está en casa, pero Rafael dice que sus nietos le tienen muy presente «porque se hacía querer. Era muy chiquero, un persona entrañable y muy apreciada en Montañana. La gente le recuerda todavía con mucho cariño porque también formaba parte de la Peña». Forofo, forofo. De norte a sur. Sin condiciones. «Últimamente repetía que quizás no iba a ver al equipo en Primera. Y mira, cosas del destino», cuenta con resignación y tristeza el heredero de lo que es «un sentimiento. Cuando me enfado quiero dejarlo, pero una vez que se pasa el calentón, otra vez estoy ahí. El Real Zaragoza es como un hijo al que quieres y le echas la bronca. Es imposible dejarlo».

El homenaje del Real Zaragoza a Pedro Longarón

Hace dos años Pedro Longarón Romeo, con 77 años, se fue con Carlos Lapetra en el campo donde ambos, cada uno a su manera, fueron felices, muy felices. Entre el bullicio, los cánticos, el olor a hierba y las emociones desatadas, el Real Zaragoza –«que estuvo especialmente sensible y atento en todo momento con nosotros»– perdió a un amigo y ganó un ejemplo para sus generaciones futuras. «Se le hizo un pequeño y emotivo homenaje en su localidad y el club nos invitó al palco», explica Rafael. «Yo preferí estar a su lado, sentarme donde habíamos vivido tanto». Donde la muerte le visitó para hacer inmortal a aquel niño de Luna que nunca cambiará de equipo.

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