¡Dios salve al León de Torrero!

La iniciativa del Real Zaragoza de acoger la capilla ardiente de José Luis Violeta en La Romareda ha sido un elegante y hermoso detalle por parte del club, que ha entendido con excelente criterio que no había mejor escenario para que afición, amigos y familiares desfilaran a lo largo de toda la mañana frente al féretro del legendario jugador aragonés para despedirse y rendirle sus respetos. La procesión, permanente y emocionada, ha sido el reflejo de la magnitud del deportista y de la persona que se mantiene vigente más allá de la mitología, convertido en león alado en la memoria del equipo que le hizo feliz y al que dedicó toda su carrera con una sonrisa en su espíritu.

Zaragozano y aragonés. Zaragocista hasta la médula. Por encima, ser humano que se sintió uno más siendo único, exclusivo, magnífico y zaraguayo. Devoto de su familia, de sus esposa e hijos, de la Virgen del Pilar, del fútbol. Directo, amable, sencillo. Entre quienes le han visitado por última vez en el estadio del que fue capitán, las conversaciones, declaraciones y suspiros manifestaban tristeza y admiración. Una imagen resumió con profunda transparencia la atmósfera: cuando Juan Manuel Villa, su compañero en aquel equipo yé-yé de los sesenta que Iríbar siempre consideró el mejor que había visto jamás, descendió sobre el ataúd para besar la bandera que lo cubría. León sobre león con el león rampante como estandarte de una escena gloriosa.

Angel Aznar, José Ángel Zalba, Xavi Aguado, Canario, Javier Lambán, Jorge Azcón (quien promovió que se le entregará la Medalla de oro de la ciudad); futbolistas y directivos de todas las épocas; miembros del club con Fernando Sainz de Varanda recibiendo tanto corazón noble y apesadumbrado; autoridades; representantes de todos los estamentos de la capital… Jugadores y técnicos de la primera plantilla y de la Ciudad Deportiva, directivos y Raúl Sanllehí como faro de la nueva propiedad. Y miles de aficionados que le vieron jugar o que escucharon sus hazañas y la de aquellas plantillas de las que formó parte como hijo de esta tierra generosa de la que quiso y fue fruto perenne junto a su gente, su ciudad, Torrero, el barrio que hoy es manantial de lágrimas.

Ramos y coronas de flores. Olía sobre todo a césped, el de una Romareda que frente a él fantaseaba viendo correr a Violeta como animal salvaje, arañando el volante izquierdo, rugiendo en defensa a favor y contra el cierzo que hizo de su cabello signo de libertad, de un fútbol total, magnífico, zaraguayo. Hoy es un día para llorar sobre el caudal afligido del Ebro y para dibujar una amplia sonrisa en la plaza del Pilar donde vieron la luz los primeros títulos en blanco y negro que colorearon la grandeza del club. En ese cuadro inmortal de zaragocismo se ha escuchado: ¡Dios salve al León de Torrero!

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