El Real Zaragoza, mitad liebre mitad tortuga

El Real Zaragoza se sintió tan cómodo en el partido que se durmió. Una versión de la fábula de Esopo con el equipo aragonés representado e intercambiando ambos papeles principales, el de la liebre y la tortuga. Tenaz, voluntarioso, ordenado y paciente bajo ese caparazón de seguridad que le ha hecho casi invencible, afrontó la primera parte desacelerando al Sabadell e invitándole a una horizontalidad sosa hasta que Jair marcó a balón parado, de un córner provocado por una llegada de nuevo fulgurante de Igbekeme. Pero regresó del descanso con un espíritu algo vanidoso, con unos aires de superioridad que en lugar acrecentar su ambición –mensaje que tampoco llegó desde el banquillo– le animaron a reservarse más hundido en su campo, perezoso por completo en ataque y rebajando su presencia física en el partido sin que JIM reaccionara. Durante esa cabezada, a Chavarría le dio el balón en la mano y Stoickkov empató de penalti emulando a Panenka. Narváez tuvo en sus botas, un minuto después, la oportunidad de volver a adelantar al Real Zaragoza en otro penalti cometido sobre él, pero el colombiano pegó a la pelota con desgana y MacKay le adivinó el lanzamiento. Aún tuvo que intervenir Ratón con una mano milagrosa para evitar lo peor. El 1-1 produce sensaciones encontradas, porque conserva la buena racha de resultados pero con ese sabor de insuficiencia que dejan los encuentros que te ofrecen la victoria. Los tres puntos como combustible de propulsión hacia un lugar más tranquilo se quedaron en uno, un botín que deja al equipo aragonés con un pie aún en Alcatraz.

Ocurrió lo que el entrenador pidió que no sucediera. De alguna forma, se lanzaron las campanas al vuelo. Por otra parte, quedó en evidencia la poca fe que hay en los secundarios, que fueron reclamados tarde. El doble cambio de El Toro y Azón en el minuto 90 fue un poco de parvulario. El Real Zaragoza está experimentando una mejoría tan veloz y convincente que el triunfo, el menos ante los de su clase social en la Liga, se ha convertido en una exigencia. En la Nova Creu Alta repitió esa pulsación de estar por encima del adversario, de dirigir las operaciones desde la torre de control eligiendo el ritmo y la pausa con el centro del campo tejiendo una férrea telaraña. Bermejo y Narváez acudiendo con fragor a las ayudas de los laterales; Francho e Igbekeme multiplicándose como primer hombre de presión. Todo muy poco atractivo pero de una eficacia tremenda para deshuesar al enemigo. Y una defensa muy aplicada, esta vez sin tanta pujanza de Vigaray y con Chavarría erosionado por la subidas de Víctor García y los quiebros de Stoichkov, pero sujetada por la madurez de Jair y Francés, las torres gemelas.

El Real Zaragoza, sin embargo, tiene sus limitaciones. En ataque, pese al trabajo de pivote de Alegría, gotea más que percute con la gente demasiado lejos del punta. Y ese ajedrez de monumental viveza y movimientos en la parcela de elaboración arrastra al agotamiento que solo puede administrar Juan Ignacio Martínez. Los futbolistas se le fueron cayendo por falta de pulmón y de sana codicia y el técnico, en un gesto que delata sus dudas con el fondo de armario incluyendo a Iván Azón, tiró de banquillo con escasa convicción, mitad liebre mitad tortuga.

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